jueves, 24 de diciembre de 2009

En casa de Fichano II


EN CASA DE FICHANO. CAPITULO II.Aún puedo percibir en la pituitaria el olor a los campos de trigo recién segados. Puedo oler la comida campestre de Hortensia. Recuerdo el griterío de los niños en la era. La siesta bajo el destartalado carro y los ronquidos feroces de Rogelio, el padre de Fichano.
Los días en Grulleros transcurrían lenta y maravillosamente. A pesar de mi corta edad, enseguida comprendí la dura vida de Fichano y su familia.
Rogelio, con su voz de sargento chusquero, tocaba diana cada día a las 5 de la mañana. Sin rechistar, todos nos levantábamos como poseídos sin tener que esperar cola alguna en la puerta del baño que no había.
Fichano y yo, en camiseta de tirantes y calzoncillos salíamos al pilón y nos dábamos un rápido y superficial lavado de cara, más a modo de refresco que otra cosa. En los quince días que duró mi estancia en Grulleros tan solo uno, el de regreso a mi casa, tuvimos acceso al pilón, la manguera y el jabón.
A las 5,15 ya estábamos vestidos y preparados para la faena, reunidos en la cocina de Hortensia y sentados en torno a una mesa redonda con un mantel raido de hule. Aún se podían ver tímidamente emerger algunas rayas blancas entre el azul desvaído.
Hortensia servía un cuenco de sopas de ajo picantes con un huevo escalfado, a cada uno, acompañado de un vaso de vino tinto. Rogelio, de un tirón se metía el vaso de vino, dejando un “culin “que luego añadiría a las sopas en un intento de formar un poco de caldo para aligerar aquel pastel de sopa de ajo inmundo. Con una cuchara de madera y a una velocidad imposible dejaba limpio el tazón. Hortensia entonces, le servía un trozo de chorizo y tocino de las sobras del cocido del día anterior. Se lo vendimiaba de manera implacable. Al levantarse de la mesa, un gran eructo, una colleja a Fichano al que literalmente arrastraba hacia la puerta: ¡vamos gandul que comes más de lo que rindes!...
A mí me servía una taza de chocolate aguado hecho con una pastilla de chocolate revenido que solo sacaba en ocasiones, según me comentase Fichano, y un trozo de pan atrasado para mojar a modo de bizcocho, después del espectáculo lamentable que le monté el primer día que quiso meterme las sopas de ajo vía intravenosa.
Al eructo de Rogelio yo me levantaba de la mesa para evitar la colleja a la vez que me recorría un escalofrío por el cuerpo al ver el trato que Fichano recibía de su padre.
A las 5,30 de la mañana se preparaba el carro con las vacas, el trillo, la mula y los aperos de labranza. Rogelio a pié dirigiendo las vacas por el mortecino amanecer del día. Detrás Fichano con la mula. El traqueteo del carro me sumía en un duermevela mientras el sol iba apareciendo de entre la oscuridad casi imperceptiblemente.
Con una puntualidad espartana a las 6,15 de la mañana llegábamos a la era y daba comienzo una actividad frenética en la que participaban más de 20 personas. Yo me juntaba con otros niños y realizábamos tareas de avituallamiento. El botijo (la barrila), un receptáculo de madera que conservaba el agua muy fresca, yo no había visto un botijo de madera en toda mi corta vida. Las botas de vino con gaseosa, el rastrillo, las piedras para afilar las guadañas, el martillo de picar el filo… y un sinfín de cosas que te convertían en un “pinche” perfecto y trabajabas sin descanso hasta finalizar la jornada.
A las 11 de la mañana todo el mundo paraba a tomar las “once”. Navaja en mano, un trozo de chorizo con un zoquete de pan. Los niños tomábamos las “once” los últimos. Teníamos que repartir la comida y la bebida entre los trabajadores. ¡Chaval, la bota! ¡eh tú, la barrila que me seco!
Todo el mundo regresaba a su dura tarea a las 11,30. Entre esa hora y las 13.30 nuestro trabajo, el de los niños, se duplicaba. Culpable, el sol insoportable del mes de julio. Fichano nos acompañaba a un reguero de agua fresca y nosotros nos zambullíamos en el reguero como si de una gran piscina se tratase. Nos entreteníamos cogiendo berros para la ensalada que acompañaría la comida. Jamás volví a tomar unos berros tan sabrosos y tiernos como aquéllos.
Las mujeres llegaban a la era cargadas como mulas con la comida a las 13,30 horas. Cesaba toda actividad y alrededor de los carros, aprovechando las pocas sombras que había, Hortensia extendía un trozo de sábana vieja a modo de mantel sobre el que ponía dos cazuelas de barro, una con la sopa y otra con los garbanzos y el “compango”. Cada uno de nosotros hundía su cuchara en la sopa hasta agotarla. Unos tragos de agua o vino y atacábamos los garbanzos con el mismo ansia. Entretanto, hortensia preparaba la ensalada de berros añadiendo trozos de cebolla que le aportaban un sabor exquisito.
Debido al cansancio y al hambre, nadie pronunciaba palabra alguna durante la comida. Eso me recordaba a las comidas en mi casa, en silencio total, siempre a la misma hora, cada uno sentado en el mismo sitio “en su sitio”, nadie se atrevía a decir ni una palabra. Mi padre presidía la mesa con aquel rictus tan serio… parecía que siempre estaba enfadado. Pocas veces le vi sonreír.
Tras la comida, una siesta hasta las 3 de la tarde, debajo del carro, dentro del carro, junto a las vacas, cada cual donde podía resguardarse del sol de justicia de los campos del antiguo Reino de León. Apenas se oían los ronquidos de los agotados hombres y alguna risa que otra de algún niño que no lograba dormirse y se entretenía en alguna maldad.
La jornada terminaba a las 18,30. Legábamos a casa por encima de las siete de la tarde, rotos, adormecidos, en silencio. El sol nos despedía lentamente, suavemente. Recuerdo mi mirada fija en el horizonte, despidiendo la jornada con ganas, con nostalgia y con una enorme satisfacción de saberme útil a los demás. Me sentía como un jornalero con el deber cumplido, pleno, feliz, agotado.

Tras la cena a base de huevos fritos, que previamente habíamos de recoger en el pajar… a las 9,30 de la tarde, hortensia daba la orden imposible de trasgredir: Fichano, Mikel, a la cama que mañana hay que madrugar.
Yo dormía con Fichano en su misma cama. En la habitación, una cama una mesilla de noche destartalada, un armario con espejos en las puertas. El suelo de madera, las paredes de adobe pintadas con cal viva. Con una bombilla de 20W, casi en penumbra, nos acostábamos. Por mi parte de la cama, la ventana me mostraba una luna llena y un cielo estrellado. Yo me dormía soñando mis viajes inexistentes por las estrellas.
Pegado a mi espalda, en la estrecha cama, Fichano. Algo me susurraba al oído que no entendía. Cada vez se pegaba más a mí a la vez que hacía unos casi imperceptibles movimientos con su cuerpo. Noté algo duro sobre mi espalda, a la altura de coxis.
Poco a poco Fichano se apoderaba de mi cuerpo, sus susurros eran cada vez más extraños. Acercó mi mano a aquélla cosa pequeña, gorda, dura y mal oliente… Ahora sus jadeos tenían forma de palabras: tranquilo, mira las estrellas, no pasa nada, no hables, no te muevas… Comencé a asustarme por sus palabras, no por lo que mi mano sujetaba. Encendí la luz. Me di cuenta de que mi mano rodeaba la picha de Fichano. La Solté. Grité. Fichano me tapo la boca casi hasta asfixiarme.
Fichano le quitó importancia al incidente y me explicó cómo funcionaba aquélla cosa negra gorda y corta. Insistió que observase con atención lo que sucedería si frotaba aquélla horrorosa polla. Con asco puse toda la atención que la circunstancia me permitió. Fichano se la meneó, al correrse decía, ¿ves la fuente?, ¿la ves?. A mí no me hizo ni puta gracia. El resto de la noche y las siguientes noches, dormí en el suelo, envuelto en una manta a pesar de las promesas de Fichano de no volver a acercarse a mí.
Tarde tres años en darme cuenta que Fichano estuvo a punto de darme por el culo si me hubiese dejado. ¡Cosas de la vida!
Ese mismo verano, en el mes de agosto, habría cumplido diez años. En el vestuario de la piscina recordé la clase magistral de Fichano y me puse manos a la obra. De mi fuente no brotó nada, pero recuerdo un gusto impresionante. Repetí la operación cuatro veces seguidas. En los siguientes meses pude ver como de mi fuente también manaba aquél líquido pegajoso amarillento, y al hacerlo, me proporcionaba un enorme placer. En cierto modo entendí a Fichano.

lunes, 21 de diciembre de 2009

La familia



LA FAMILIA

Ese grupo de personas más o menos numeroso, nunca inferior a dos, que se adoran a la vez que se aborrecen, que se aman a la vez que se odian, que se idolatran a la vez que se detestan. Ese maravilloso grupo de personas unidas por la “sangre”, capaces de dar la vida el uno por el otro, todos por “el uno”, capaces de matar, de transgredir. Ese maravilloso grupo heterogéneo de personas unidas de forma casual, sin desearlo, sin posible elección previa, sin otra cosa que compartir excepto “la sangre”, a eso, algunos de mis amigos le llaman FAMILIA.
Casualmente yo también he tenido una. Hasta hace pocos años creí, que la mía, mi familia, era una familia normalita, del montón, con sus cositas y sus peculiaridades. Nada más alejado de la curda realidad.
Cierto es que todo en esta vida es relativo y uno siempre ES en la medida que la comparación te sitúe frente a otro semejante de su misma especie. También es cierto que la cultura, el tiempo y el lugar, definen aspectos del ser humano, en ocasiones, inenarrables e indescriptibles.
Recuerdo vagamente en un viaje turístico por Phnom Penh, capital de Camboya y el transcurrir maravilloso e incómodo del rio Mekong, que según he podido saber, nace en el Himalaya y desemboca en el Mar de China Meridional recorriendo 4.350 km, lo que lo convierte en el río más largo del sudeste de Asia.
En la segunda mitad de su trayecto sólo tiene que salvar un desnivel de 500 m. Sin embargo, en este segmento también se encuentran rápidos (en Camboya) y saltos o cascadas (en Laos) conocidos como Cascadas de Khone. Su caudal es superior al de cualquier otra catarata del mundo.
No podía dejar de pensar, mientras la barcaza atracaba en el destartalado puerto de Phnom Penh, de regreso de una ruta “turística” (Kompong Thom Siem Riep, Sway Sisophoan , Battambang , Pursat, Kompong Chinnan, Udon y Phnom Penh), en la que había sido presa fácil de los cientos de miles de mosquitos de especies diferentes, que, junto con una extraña alimentación autóctona, habían dejado mi frágil persona reducida a piles y huesos.
Pieles llenas de picaduras que se me antojaban como pequeños tumores tangentes dando a mi piel el aspecto de una mantelería de bodoques bordada a mano. No podía dejar de pensar en esa vida pasada llena de “comodidades” junto con eso que denominamos familia.
Imaginaba las suaves manos de mi madre aplicando por mi acribillada piel, cremas balsámicas, mientras me contaba viejas historias de su familia numerosa de 12 hermanos, situada en los años 30. Me contaba como tenían que apañárselas para conseguir comida, para calentarse, para vestirse. Viajaba por esas tribulaciones familiares olvidándome poco a poco de mi angustioso viaje de placer por el río Mekong, hasta casi dormirme con el arrullo de mis recuerdos.
La historia que mas me gustaba, sin duda alguna era la de mi abuela. Una historia con ciertas lagunas y claro oscuros que nunca mi madre supo aclararme en su totalidad y que me procuraban no pocos quebraderos de cabeza al no poder encajar todas las piezas de aquélla terrible y fantástica historia.
Mi abuela, “la morena”, mujer esbelta y guapísima procedía de una larga y tradicional familia, donde el honor, la lealtad y el compromiso solo podían sellarse con sangre.
En su juventud, se enamoró de mi abuelo que pronto la dejó embarazada, ¡el muy bribón!. El altar o la fuga eran las dos posibles alternativas de mi abuelo, que no me explico el motivo, pero prefirió optar por la fuga. No se fugó del todo, como nos pasa al común de los mortales, demostrando que era un romántico sentimental. Su escapada le llevó a la cuenca minera de Asturies donde se afincó hasta el final de sus días.
Mi abuelo, protagonizó en los meses siguientes a la fuga, algunos escarceos al domicilio familiar ya que era descendiente en primer grado de ferroviarios y disfrutaba del famoso kilométrico, un pase para viajar gratis en los trenes de la red nacional. Mi abuelo y la morena, procedían de pueblos cercanos del antiguo Reino de León.
Pronto fueron de dominio público los ires y venires del abuelo a su tierra natal. La morena dio a luz a una preciosa niña que resultaría ser mi madre. En los meses anteriores alumbramiento, ayudada por su hermanos, estuvo practicando tiro con arma corta frente a unos arbustos a las afueras del pueblo.
Uno de los hermanos de la morena, se hizo con una pistola y munición suficiente, con la que practicaban el tiro al blanco a las afueras del pueblo. La morena tenía una puntería prodigiosa y un especial sentido de la justicia a la vez que unos cojones del tres.
Corría el mes de junio de 1920. Mi madre ya tenía un mes de vida. Los hermanos de la morena, se enteraron que mi abuelo viajaba en el “vasco” desde Asturies con destino a su pueblo.
Mi abuela, la morena, tras desplazarse caminando varios kilómetros, se subió al vasco en una parada-apeadero en total soledad. Fue recorriendo los vagones del largo tren hasta encontrarse de frente con mi abuelo.
Esta es tu hija, le dijo, y quiero que la veas por primera y última vez. Esas o muy parecidas debieron ser las palabras pronunciadas por mi abuela antes de asestarle tres tiros en el pecho a bocajarro. ¡Qué güebos la morena!, ¡Que carácter!
Minutos más tarde, en la siguiente parada de tren, la morena fue detenida por la guardia civil a la vez que asistieron a mi abuelo de vida o muerte. Desangrándose.
Meses más tarde, mi abuela fue excarcelada, el abuelo “salvó” la vida de milagro. De lo que no se salvó fue de pasar por la vicaría y de tener otros once hijos más con la morena. Se amaron hasta el final. Mi familia cuenta que el abuelo jamás llevó la contraria a mi abuela. ¡el amor!...
Llegamos a Phnom Penh. Desperté de mis sueños. Un picor horriblemente doloroso recorría mi cuerpo. Me desmayé. Los dos últimos días de las felices vacaciones los pasé en el Calmette Hospital de Phnom Penh. Siempre recordaré a la familia como algo consustancial e indispensable para el ser humano, como algo necesario para sobrevivir. De no ser por mi familia quién sabe si mis días habrían terminado en Calmette Hospital.

domingo, 20 de diciembre de 2009

La inesperada tecnología


LA INESPERADA TECNOLOGÍA.


Un resquemor horroroso en la uretra acompañado de un dolor lumbar intenso, tipo cólico, e irradiado a región inguinal, fiebre con escalofríos, disuria, polaquiuria y urgencia miccional, eran mis únicas preocupaciones a lo largo del día y también en la oscura e insomne noche.
Lo cierto es que terminé en el servicio de urgencias de una clínica privada de poca monta dirigida por curas, con un gran servicio de enfermería regentado por monjas. Mientras esperaba pacientemente a ser recibido por el galeno de guardia, tuve ocasión de orinar cuatro o cinco veces a la vez que me retorcía de resquemores uretrales cada vez que lo hacía.
Con mi tendencia a la hipocondría quizás magnifiqué mis dolencias e incluso las empeoré.
La retórica básica de los médicos siempre me ha sorprendido. Dígame, que le ocurre, me espetó con aquélla voz aguda, afeminada. Lo ignoro, me apresuré a responder. A eso vengo, a saber qué es lo que me ocurre. Pues si no me dice lo que le pasa, cómo podré saber por dónde empezar… A punto estuvimos de entrar en una espiral de idioteces sin fin que podría haber tenido consecuencias nefastas para mis intereses. Meo muchas veces y me escuece la uretra muchísimo cuando lo hago, le dije mientras le miraba, perdonándole la vida.
Tras buscar un frasco estéril, se calzó un guante de latex en su mano derecha y con una leve sonrisa en sus labios me dijo, sujetando el frasco con su mano “de latex”: trate de orinar dentro del frasco. Ni de coña doctor, como podría mear mientras Vd. sujeta el frasco? Necesito ver el chorro, la intensidad, la cantidad, etc. Añadió con displicencia.
Después de varias negativas a mear en un frasco sujetado por una mano “de latex” de un médico gay, y de otras tantas insistencias por parte del médico. A punto estuvo de convencerme. De pronto un sudor frio recorrió mi cuerpo. Aquélla sonrisa afeminada resolvió el conflicto. Daca el bote galeno que no me mola ser observado mientras meo, añadí con voz seca y amenazante.
Para descartar cualquier problema de mayor envergadura, le recomiendo que visite al urólogo, me dijo mientras pegaba una etiqueta en el bote con mis orines. Hasta que tenga el resultado del cultivo, puede tomarse este antibiótico y no se olvide de visitar al urólogo.
Nos despedimos. Me dirigía a la farmacia de guardia en busca del Ciprofloxacino. No dejaba de pensar en la visita al urólogo. Habrá visto algo extraño para recomendarme la visita al urólogo? Porque habrá insistido tanto en el asunto? Agg, que pesadilla, joder.
Una semana más tarde, y demostrada la infección urinaria por la bacteria Escherichia coli (E. coli), me planté en la consulta del urólogo. Confieso preocupación e intriga. Preocupación por el devenir de los acontecimientos e intriga porque nunca había visitado a un médico de semejante especialidad.
El urólogo era un hombre fornido, altísimo, de un metro noventa y unos 58 años. Un tipo cercano, agradable con un rictus serio. ¿Qué le trae por mi consulta? Le referí lo acontecido haciéndole entrega del sobre con los análisis de orina. Tras un “bájese los pantalones, y apóyese en esta mesa”, sin dilación alguna, casi repentinamente, después de unas amables palabras, me metió el dedo corazón de la mano derecha, forrada de un guante de goma, en el culo, hasta el fondo.
En mis sueños, las penetraciones anales siempre las había percibido de otro modo, más lubricadas, más suavemente, más lentamente, horadando milímetro a milímetro mis esfínteres anales.
Nunca hubiera imaginado una cosa así. Tan rápido, tan brutal, sin avisar, sin permiso. Joder, que me metió el dedo en el culo. A mí, nada menos que a mí y menudo dedo tenía el cabrón. No me dolió. No disfruté. Ni tan siquiera pude tener el recuerdo de aquélla sensación.
Está todo normal, dijo con una voz amable, pero es conveniente hacer una revisión cada año. Me desmoralizó. Durante varias semanas me sentí fatal, no daba crédito a lo que me había ocurrido. Y lo peor, una revisión anual.
Tras varias visitas anuales, me había acostumbrado a que aquél largo dedo recorriese mis esfínteres llegando a la zona anteroposterior de mi glándula prostática. Tenía un cierto morbillo indescriptible y un regustillo preocupante. Justo ese año el urólogo se compró un aparato que terminó con las prácticas sodomizantes. ¡ Maldito ecógrafo ¡ Ya lo dice el pensamiento popular “lo bueno dura poco”.
Quizás una vez más, la tecnología reveló una tendencia que no estaba prevista en el uso de la propia especialidad. Quizás somos animales de costumbres poco fiables y nuestros comportamientos, en ocasiones, nada tienen que ver con aquello que creemos ser.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

El beso


Introspicĕre.
Dedico estas líneas a la frágil y lábil memoria del ser humano y a la mía propia.

EL BESO.

Recuerdo vagamente mis viajes por otras vidas, por otros tiempos. El recuerdo edulcorado del pasado me emociona, es como saborear de nuevo aquélla vida que ya no estoy seguro de haber vivido o soñado. Vivo de nuevo desde el recuerdo.
Es como esa densa niebla donde se funde lo vivido, lo soñado, lo visible y lo invisible, lo que es, lo que fue y lo que pudo haber sido. Me proyecto desde mis anteriores experiencias y viajo por las estrellas de los frágiles sueños como si nada. Con indolente e infatigable facilidad, en otra existencia más, en otra vida nueva. La que vivo sin tan siquiera saberla, ni tocarla.
Soñé que un día recordé mi primer beso. El beso de los besos, así lo definían mis amigos. Soñé que lo recordé con asco y repulsión. Una nausea. Vomité.
Mi primer beso  comenzó a fraguarse como todos los primeros besos de los años 70 cuando yo, solo contaba con 13 años y pico. Recuerdo que los primeros besos de los otros chicos, fueron besos muy buscados, muy deseados, muy premeditados, muy comentados, fugaces, apenas sin beso. Elaboradísimos.
Mi primer beso fue a traición, sin previo aviso, sin yo haberlo deseado previamente. Fue el beso de los besos. El beso de tornillo que mis amigos tanto habían deseado para sí en sus masturbaciones cotidianas.
Lo recuerdo estupefacto. A la vez que recuerdo mi nula afición por el futbol. Nunca supe darle una patada bien dada a un balón. Lo que no entiendo en absoluto es mi constante recuerdo por el campeonato del mundo de futbol del año 1966. Quizás porque fue al día siguiente de mi primer beso cuando comenzó el primer partido. Nunca supe nada de futbol. Sin embargo recuerdo los nombres de los jugadores de la selección Española del año 1966. José Ángel Iríbar. Manuel Sanchís. Eladio Silvestre. Del Sol. Ignacio Zoco. Jesús Olairía. José Armando Ufarte. Amaneio Amaro. Marcelino Martínez. Luis Suárez. Francisco Gento Antonio Betancort. Miguel Reina. Feliciano M. Rivilla. Severino Reija. Fernando Olivella. F. Fernández «Gallego». José Martínez «Pirri». José María Fuste. Joaquín Peiró. Abelardo Rodríguez.
Fué en un cine de pueblo. Yo siempre fui un niño de asfalto. Nací y me crié en ciudades grandes. Recuerdo aquel cine de “pueblo” con las butacas de madera destartaladas. El constante murmullo, a ratos convertido en griterío. El olor a humedad típica de una sala que solo abría sus puertas en verano. El chasquido incesante y desenfrenado de las pipas de girasol.
Pasaban por segunda semana consecutiva una película de Mario Moreno. Un día con el diablo. A nadie le interesaba lo más mínimo la deteriorada película llena de rayas y con un sonido infernal. Sin embargo a mi me apasionaba la genialidad de “Cantinflas”. Me apasionaba el cine. Recuerdo que cuando mis nuevos amigos de aquél pueblo me propusieron ir al cine, me emocioné. Nunca creí que en aquél lugar hubiese una sala de cine. La película, una pasada. Lloré un poco, como lo hacía con las películas del famoso dúo cómico Laurel & Hardy “del gordo y el flaco”.
Aún recuerdo el personaje que representaba Mario Moreno, aquél humilde vendedor de periódicos que es alistado en el ejército, contra su voluntad y con un nombre falso, precisamente en un momento en el que su país se encuentra en guerra. Aunque el pobre vendedor trata de demostrar por todos los medios que no es quién dicen que es, nadie le hace caso y termina en el frente.
Justamente en el instante que Cantinflas es incorporado a filas, ¡zas! Marisina me espeta “el” beso. El beso de tornillo que todos mis nuevos amigos hubieran deseado para sí. Uno aplaudió, otro nunca comprendió mi huida, dos amigas de Marisina se abrazaron. Merchina, la hermana de Marisina se emocionó y salió gimoteando de la sala. Años después me relató el porqué de su emoción. Yo sentí una vergüenza horrible. Una náusea vertiginosa me hizo salir corriendo.
En el patio trasero de la sala de proyecciones (lugar para los intermedios o descansos) me encontré solo, huyendo de lo que el resto de los chicos de mi edad hubieran deseado para sí. Creí por un instante que “el beso” sería otra cosa, que tendría otro significado. Algo menos carnal (y menos carnoso). Creí que sería como un sublime éxtasis de amor del que nadie en su sano juicio podría regresar. Con el tiempo supe que un beso solo es un beso. Que el secreto no está en el beso sino en sentirte parte del beso, SER el beso, SER el otro, SER. Marisina siempre estará en mis reflexiones por lo que me mostró, por lo que me enseñó y sobre todo por lo que me AMÓ aunque yo entonces no pudiera dar fe de ello.

Mirada inquisidora


MIRADA INQUISIDORA

Tras una mirada inquisidora, y un portazo desgarrador, su silueta se desvaneció en instantes.

Me horrorizaba aquella manera de finalizar una añeja relación. Sentí que la perdería para siempre.
Con chándal y zapatillas en chancleta, la cara desencajada y absolutamente desconcertado corrí en su busca.
Percibí si silueta entre el gentío al doblar la esquina de la calle, junto a su casa. Dio una profunda calada al cigarrillo, arrojo la colilla al suelo. Sentí cerrarse el portón de la casa.
Aún se podía percibir su perfume de rosas, ella había desaparecido para siempre. Tomé la colilla humeante entre mis dedos, la acerqué a la boca, aspiré profundamente aquélla bocanada de humo con sabor a cáncer. Mis labios y los suyos se unieron en aquélla maldita colilla por última vez.
Años más tarde siento la penetrante mirada del tiempo a través de los empañados cristales de mi habitación, mientras observo esa lluvia fina caer sobre la gente, equidistante, imperceptiblemente, sin que nada ocurra. Su recuerdo me mortifica.

Manías


MANÍAS

Observo meticulosamente la forma en que cada día la vida se repite con exactitud milimétrica.
Mi amiga MARLEN abandona su casa cada día, tras comprobar paroxísticamente, que su casa queda bien cerrada. Gira adelante y atrás la cerradura deforma convulsiva hasta siete veces siete. Siete adelante, siete atrás. Termina la operación presionando la puerta hacia adentro y hacia afuera tres veces tres. Tres hacia adentro y tres hacia afuera.
Tras la operación cierre y presión, comienza su andadura escaleras abajo. En el tercer peldaño, se da la vuelta y comprueba de nuevo que la puerta está bien cerrada. Así cada día, así cada vez que la puerta se abre y se cierra. Siempre igual, sin errores, sin pensarlo, sin calcularlo. La vida se repite con exactitud milimétrica.
Mi amiga ESCHENKA, persona imprevisible donde las haya, hiperactiva, hipersoñadora, hiperhiper. Cada vez que entramos en un local, se quita parsimoniosamente la bufanda, la mochila, el anorak y una de sus gordas y tupidas chaquetas. Al salir del local, la operación inversa con milimétricos movimientos.
Otro bar, otra oficina, otro local, da igual repite convulsivamente sus milimétricas operaciones aún cuando la visita al local tenga una duración de un minuto. Bufanda, mochila, anorak y chaqueta gruesa. Con exactos movimientos, con la misma cadencia, sin fallos.
MANTEQUILLA, siempre llega tarde al trabajo, milimétricamente tarde, con excusas milimétricas. Los mismos gestos, las mismas palabras. Tras 1 hora de trabajo, sale disparado a poner el ticket al coche, aún cuando el coche lo tenga aparcado en un parking. Media hora más tarde, sale a tomar café. Toma café aun cuando su médico le insistiera en lo dañino del café para su salud.
MANTEQUILLA siempre tiene una lesión de la que preocuparse, una lesión que rehabilitar. Mantequilla no es vago, ni tonto, ni desagradecido. Mantequilla simplemente se desarrolla con exactitud milimétrica como la vida, sin saberlo, sin desearlo, sin premeditación.
Yo mismo he notado que cada día, al levantarme, reproduzco milimétricamente siempre el mismo protocolo. Me desnudo en el baño, abro el grifo de la ducha, cierro las cortinas, me ducho milimétricamente. Primero la cabeza, luego los brazos y axilas, los güebos después. Termino con el culo y las piernas. Igualmente uso la toalla por el mismo orden milimétrico. Después, afeitado, lavado de dientes, vuelta a vestirse y a la calle.
Cada día igual. Igual cada mes, así toda la vida. Si nos paramos a observar… Observo meticulosamente la forma en que cada día la vida se repite con exactitud milimétrica.

En casa de Fichano. Capítulo I


EN CASA DE FICHANO. I

Grulleros creo que se llamaba el pueblo. Entonces, cuando yo lo vi por primera y última vez, era un lugar inmundo, árido, despoblado, sencillamente infame. Lo recuerdo vagamente. Sin embargo las sensaciones y los acontecimientos, los recuerdo con absoluta nitidez.
Solo fueron unos días en verano. Fichano, alumno que atendía mi hermana en clases particulares debió ser el artífice de la jugada. En casa, a Fichano se le trataba como a uno más. Cuando él no estaba, mi familia se refería a él cariñosamente como “acémila”.
Mi hermana se desesperaba con acémila. Podéis imaginaros al inicio de los 60, un chaval de pueblo de familia campesina humilde, sin cultura alguna, desmotivado, “deslocalizado”, en el intento familiar de llevarlo a la universidad.
El tiempo le regresó a su lugar de origen allí vivió el resto de sus días.
Quizás en pago a las clases particulares, quizás por un intercambio de culturas, quizás por casualidad, acabé una quincena del mes de julio del año 1962 en casa de la familia de Fichano. Recuerdo las paredes de adobe, el portón de madera para acceso de carruajes. La inmensa llave negra de más de medio kilo de peso.
Sorprendido por lo que mis ojos estaban viendo por primera vez, Fichano abrió el chirriante portón de madera y ante nosotros apareció, un enorme patio desvencijado lleno de trastos, herramientas y aperos de labranza, todos desconocidos por mí. Enseguida un pestilente olor invadió mi pituitaria provocándome una tremenda nausea. Desde el interior de la vivienda, una voz desgarradora ordenaba a Fichano cerrar el portón para que no se escapasen los animales.
Al cabo de unas horas mi olfato estaba plenamente acostumbrado al pestilente olor, quizás por la alegría que me proporcionó la presencia de aquéllos curiosos y cariñosos bichos que solamente había visto en los dibujos de los libros de texto.
Recorrí el viejo caserón en busca del baño después de comer aquel potaje de garbanzos, que en nada se parecía al cocido que mi madre nos preparaba. Al pajar, dijo Don Rogelio, padre de Fichano, con voz cazallera. En esta casa, las necesidades se hacen en el pajar, dijo tras una carcajada impresionante.
Atónito y sin dar crédito a lo que estaba oyendo, sentí la necesidad de salir corriendo de aquel horroroso lugar. Hortensia, me cogió cariñosamente de la mano y me llevo al pajar indicándome con precisión el sitio donde debería plantar el pino.
Hortensia, la madre de Fichano, era una mujer enjuta, enlutada, con mirada penetrante y de muy pocas palabras, sin embargo, era la única persona de aquél entorno que irradiaba cariño y confianza.
Entré en el pajar. Pollos y gallinas campando a sus anchas en primera instancia, en la parte de atrás 6 cerdos en un corralillo aparte. Una yegua y dos vacas en otras estancias laterales. En la zona indicada por Hortensia y con un apretón irresistible, me bajo el pantalón corto amarillo que mi tía Joaquina me había traído de Venezuela, me bajo el calzoncillo, me agacho, y a medida que mi intestino iba excretando la garbanzada cocinada por Hortensia, los pollos y gallinas que merodeaban por allí, se iban alimentando de la mierda que yo excretaba.
En una de estas, un gallo tiró un lance y en lugar de pillar algún hollejo de garbanzo, me metió un picotazo en la pilila, que aún hoy lo conservo a modo de cicatriz.
En el intento de quitarme el puto gallo de encima, caí sentado encima del humeante pino recién plantado. Lloré, me desesperé, intenté limpiarme con unas pajas secas que servían de cama al pajar. Las pajas se me quedaron adheridas a la piel mezcladas con la mierda. Horrible.
Llamé a Hortensia y con el griterío que preparé, ante mí aparecieron Hortensia, Rogelio y Fichano. Al verme de aquella guisa comenzaron a reírse a carcajadas como si estuviesen poseídos por satán sin percatarse de que para mí, aquella situación era lo peor que me podía suceder.
Desnudo, lleno de mierda y pajas pegadas al culo, impotente y avergonzado por la situación y ante el escarnio y la humillación que estaba siendo objeto, comencé a lanzarles puñados de mierda como si de nieve blanca se tratase. Las risas cesaron de pronto. Tendríais que ver como les dejé de mierda.
Hortensia me llevó a un pilón que servía de abrevadero a las vacas y me lavó cuidadosamente. Nunca se hablo en los días siguientes de los hechos sucedidos,sin embargo sus miradas eran más elocuentes que las palabras.

El guante


EL GUANTE

La Luna, un colmado donde se podía comprar todo lo que uno pudiera imaginar y sobretodo cualquier artículo de contrabando que venía directo del puerto. Solíamos comprar en la Luna tabaco rubio a muy bajo precio de las marcas más sofisticadas de rubio americano, BENSON & HEDGES RED FILTER, CHESTERFIELD, JOHN PLAYER KING SIZE, KENT, LARK, LUCKY STRIKE. Hacíamos pequeños negocios con nuestros compañeros menos audaces. Les vendíamos los pitillos “sueltos” y por el precio de una cajetilla, llegábamos a comprar tres.
En el portal de al lado de la Luna, había un negocio muy singular: el guante.
En el mismo portal de acceso a las viviendas, había una especie de cabina o portería acristalada muy pequeña. Dentro, una mesa, una silla y una papelera. Unas cortinillas granate impedían ver si había alguna actividad en el interior. En la mesa, un puñado de velas y una caja metálica de las de cola cao.
Jesús Maté, conocía concienzudamente el sitio. Vamos al “guante” Mikel, me decía cada sábado al caer la tarde. Dorita ya le conocía de sobra. El saludo de bienvenida era: fuera de aquí chaval que llamo a mi marido, pero Jesús Maté sin inmutarse, le ponía en la caja de cola cao tres pesetas y le decía: venga dorita dale al manubrio. Maté era un chico Zamorano muy audaz.
Dorita se enfundaba un horroroso guante descolorido de tela y sin rechistar le bajaba la cremallera y le decía mientras le masturbaba: como te pille mi marido por aquí te va a meter una tunda que ya verás. Yo esperaba fuera con la puerta entreabierta. Cuando terminaba con Jesús Maté me decía con una mirada indiferente ¿quieres pasar tu también, tienes dinero?
Las primeras veces me resistí a los meneos de Dorita, pero debo confesar que el morbo me traía absolutamente inquieto. Maté siempre me animaba a probarlo aunque siempre se quejaba de picores y dolores después de los pases de Dorita.
Un día fui solo y después de muchos paseos dubitativos calle arriba y abajo, entré. Toma le dije, depositando las tres pesetas en la caja de cola cao. Como si nunca me hubiese visto por allí, me amenazó con su ritual “vete de aquí, que como te pille mi marido…”, la verdad es que acojonaba un poco. Era una mezcla explosiva, el morbo, el deseo y el miedo a que realmente un día apareciese “su marido”, una subida de adrenalina difícil de explicar recorrió mi cuerpo. Venga, corriendo que tengo prisa.
No se puso ni el guante, me bajo la cremallera, apenas me la cogió con aquélla mano heladora, me corrí inmediatamente si avisar. No le dio tiempo a poner la papelera y todo el esperma le fue a parar a la pechera de una camisa bermellón descolorida. Se puso como una fiera mientras intentaba limpiarse el vestido. Yo, muerto de vergüenza, miedo y emoción me huí despavorido.
Durante semanas, cuando reuníamos dinero buscábamos a Dorita, que muchas veces por tres pesetas nos aliviaba a los dos. Dorita desvirgó a Jesús Maté. A mí me había desvirgado casi sin saberlo Manuela Luisa Fernanda Otero. Nuca se lo dije a Jesús Maté.
Semanas después coincidimos en la Luna un domingo por la mañana con Dorita. Allí compraba los condones a bajo precio. Simplemente nos dedicó un leve gesto de indiferencia apenas imperceptible. Se despidió del encargado de la tienda con un “hasta la vista” a la vez que se acercó a una mujer que hablaba con otro dependiente y con gesto displicente le dijo: nos vamos cariño.
Una vergüenza indescriptible recorrió todo mi ser, me paralizó por un instante. Era Manuela Luisa Fernanda Otero. Entonces comprendí muchas cosas que en el pasado reciente eran una entelequia para mí. Me acordé sin desearlo de Camilo Reyes. Nunca sabré si ella le engañaba o trabajaba para él.

Las J.O.C.


 LAS JOC.

Pronto descubrí a un montón de chavales como yo que habían sido rescatados de su infortunio y de trabajos infernales a la vez que descubrí lo que significaba Demetrio Moreno para todos nosotros y lo que significábamos nosotros para él.
Recuerdo el primer panfleto que pude leer de las manos de Demetrio Moreno.
Tuve que leerlo varias veces. Hacía muchos meses que no leía nada, la falta de costumbre no me permitía concentrarme. Después de varias lecturas pude ver mi presente y mi futuro con una claridad que nunca había imaginado hasta ese instante.
Demetrio Moreno, el cura de la JOC, siempre ha estado en mi mente ocupando un lugar muy importante y siempre lo estará.
“LA JUVENTUD OBRERA CATÓLICA (JOC) nace fuera de nuestro país, en concreto en Bélgica. Su promotor fue Joseph Cardijn, sacerdote e hijo de obrero.
Cardijn, durante años, intentó encontrar la manera de que la juventud obrera pudiera acceder a la liberación plena sin tener por ello que renunciar a su gente y a su entorno; al contrario, quería que se sintieran orgullosos de ser obreros, y a la vez viviendo y ayudando a vivir a sus compañeros como hijos de Dios, y no como bestias de carga.
Cardijn cree profundamente en estos jóvenes a pesar de su incultura y la explotación en que viven: "Ellos son capaces de protagonizar su propia liberación" sin abandonar el propio ambiente obrero y juvenil. Son ellos mismos los que deben convertirse en apóstoles de sus propios compañeros.
"Cómo es posible todo esto, ¡tantos jóvenes a los que se les hace llevar esta vida! Necesitan más tiempo de escuela, y no destruirse, tan jóvenes, en las fábricas.”
En el internado conocí a otro grupo de chavales Luis Blanch (el fino), José Ortega (el largo), Martín Portillo (mini pull), Jesús Maté (el pajas), Antonio Liébana (el pavas), Miguel Ángel Carneado (el turies), Mauri Cendra (el catalá), Oswaldo Regos (el waldo), Jonathan Cameselle (el camisilla) de toda la geografía Española que hicimos una piña reivindicativa. Nunca he vuelto a verme con ellos desde los años 70Tuvimos unas experiencias inolvidables, durísimas y maravillosas que han hecho de mi lo que soy, lo que hago.
Enseguida pasé de la JOC a otras militancias de izquierdas más radicales. De algunas de ellas no quiero ni acordarme, aunque más adelante podré contaros algunas anécdotas interesantes.
A pocas semanas de mi paso por la JOC intimé mucho con Jesús Maté. Era un chico alto, fuerte, decidido, con un desparpajo poco común. Parecía haber vivido otras muchas vidas. Era un baúl de experiencias. Maté había trabajado como pinche del Albañil desde los tiempos que no recordaba.
Frecuentábamos en nuestros ratos de ocio, los sábados y los domingos, el barrio del Papagayo. A mí no me era ajeno, aunque sin duda no era el mismo barrio que había conocido meses atrás cuando solo transitaba por él de regreso a casa o para ir a toda prisa al trabajo. El Papagayo que ahora me mostraba Jesús Maté era el que alojaba a una cantidad importante de las putas de la ciudad. Luego descubrí que no solo existía un barrio de putas en la ciudad.

El destierro.


 EL DESTIERRO

Ahora sé que todo está relacionado, que todo y todos dependemos de todo y de todos. Sé que nada es casual. Cada decisión que tomamos está directamente relacionada con otra que no tomamos o con otra distinta que ha tomado nuestro vecino, nuestro amigo o nuestro enemigo.
Sé que formo parte de este universo de colores atractivo y complejo. Sé que soy uno con todo lo que me rodea. El sol que yo tomo, es el mismo que toma mi amigo y mi enemigo. El aire que yo inhalo es el mismo que mi enemigo exhala. Por eso yo formo parte de mi enemigo. Por eso yo soy uno con mi enemigo. También yo soy mi propio enemigo.
Nunca entendí como sucedió. Nunca he tenido las claves de por qué sucedió. De mayor busqué una explicación y no fui capaz de encontrarla. Ahora no la necesito. Sucedió sin más. Era necesario que sucediese para que ahora lo pueda compartir contigo y para que los hechos en cadena generados por tal situación hayan formado parte de la historia, de mi historia personal.
Apenas habían transcurrido cuatro años de la década de los 60 y de pronto fui arrancado de aquél apacible, rutinario y memorable entorno familiar del que sin duda también yo formaba parte rutinariamente, apaciblemente aunque quizás no tan memorablemente.
Era la segunda vez que veía el mar. La primera lo vi fugazmente en un viaje relámpago en compañía de mi padre a Gijón. Más que el mar, recuerdo la pensión donde nos alojamos por una noche, en el barrio de Cimadevilla. Años después he intuido que el alojamiento en aquélla pensión, en absoluto fue casual.
Al anochecer, con el murmullo del gentío, la cercanía del puerto, el canto de las gaviotas y el cansancio acumulado, mi padre me dijo: venga, a la cama. No era hombre que tuviese que repetir las cosas dos veces. Sin rechistar y sin pijama me sumergí en las húmedas y arrugadas sábanas de aquélla destartalada y sucia habitación.
Minutos más tarde oí la voz de mi padre: no te muevas de la cama, yo enseguida vuelvo. Un miedo terrorífico se apoderó de mí y me dejó inmovilizado. Por mi cabeza pasaron fugazmente los siete males, el hombre del saco, el sacamantecas, los asesinos en serie de los cuentos de mi abuela. Un sudor frio me sumió en la mayor de las angustias. Mil preguntas taladraban mi cerebro de forma incesante. Intentaba recordar el número del teléfono de mi casa pero fue imposible. Me vi solo. Solo para siempre. Creí morir.
Aunque entonces me pareció una eternidad, ahora sé que mi padre no tardo en regresar. Me mantuve despierto y vigilante el resto de la noche.
A la mañana siguiente me llevó a desayunar a una churrería de muy mal aspecto. ¡Chocolate con churros! Aún hoy recuerdo el sabor de aquél maravilloso desayuno. Quizás lo recuerde también porque años más tarde el destino me llevó a trabajar a esa ciudad y tuve ocasión de desayunar muchas más veces en el mismo lugar in memoriam de la primera vez que vi el mar. También pude ver la vieja pensión. Quizás no fuese una pensión propiamente dicha.
Sí, tenía 12 años y de un pronto me encontré a 360 kilómetros de mi casa, de mi familia, de mi madre, de todo. Esa fue, si, esa fue la segunda vez que vi el mar. Era inmensamente más grande que aquélla vez que lo vi en Gijón. Quizás tenía que ver con el punto de vista. Estaba solo, absolutamente solo.
Aprendí algunos oficios con rapidez aunque con mucho esfuerzo. Yo era un niño de constitución asténica y algo enclenque lo que añadía mayor dificultad y hacía que mi primer trabajo fuese especialmente duro. Sin embargo lo que realmente no podía soportar era el olor nauseabundo a pescado y detritus.
Apilaba las cajas de pescado de la rula del puerto después de limpiarlas meticulosamente con una manguera. También limpiaba el suelo de la lonja con un escobón que pesaba más que yo. Hacía recados varios y de todo pelaje a quién a voces y en un idioma que apenas entendía me lo solicitaba. Saltaba a los barcos pesqueros amarrados al borde de la lonja trayendo y llevando cajas, tabaco, agua, vino, redes. Aún tengo aquel tufillo instalado en la pituitaria.
Conseguí aquél trabajo de pinche en la lonja gracias a Camilo Reyes un marinero de bajura que los meses de junio, julio y agosto se embarcaba a la costera del bonito. Vivía en su casa “de patrona”.
Lo que ganaba haciendo los trabajos de pinche, lo devolvía luego para sufragar los gastos de “supervivencia”. Manuela Luisa Fernanda Otero, su mujer, bueno su segunda mujer ya que Camilo Reyes había resultado viudo de otro matrimonio anterior, era una señora, mucho más joven que él, de una edad imposible de calcular. Amable, siempre vestida de negro, triste, misteriosa.
Los escasos que meses que viví en casa de Manuela Luisa Fernanda Otero transcurrían en silencio sepulcral. A eso de las diez de la noche Camilo Reyes, con una expresión poco amistosa y con una cara de peor gesto, farfullaba algo parecido a: enseguida vuelvo, a la vez que daba un portazo impresionante. Era el ritual de cada día, a excepción de los domingos. Los domingos a las 7 de la tarde, Camilo Reyes y Manuela Luisa Fernanda Otero salían a pasear hasta pasadas las 11 de la noche.
Situado en el barrio del Papagayo, en una calle angosta y muy concurrida en las horas nocturnas vivían Manuela Luisa Fernanda Otero y Camilo Reyes. El diminuto piso tenía una habitación, una pequeña sala de estar, la cocina y un cuarto de baño.
Tras el portazo diario de Camilo Reyes, Manuela Luisa Fernanda Otero colocaba un colchón de hojas de maíz en el suelo de la cocina junto a los rescoldos de aquélla cocina económica de hierro fundido. Colocaba aquel camastro con sus sábanas blancas y una manta muy pesada. Mikel, a dormir, decía con una voz angelical casi de madre.
Entonces no sabía si eran ensoñaciones mías o escuchaba el chirrido de la puerta de entrada una y otra vez acompañado de leves murmullos. Cada noche me hacía la promesa de comprobarlo, pero el sueño y el cansancio podían más que mi curiosidad.
Transcurridos cinco meses de trabajo en la lonja, la tarea diaria ya no tenía ningún secreto para mí. Todo el mundo me trataba como si llevase allí toda la vida. Yo me había esforzado por entender el idioma y lo hablaba con cierta soltura. Recuerdo con especial emotividad y transcendencia el día 23 de julio del 64. Recuerdo que fue uno de esos días de un intenso trabajo en la lonja. A las siete te la tarde había terminado la labor. Creo que tenía mucha fiebre. Siempre padecí de las anginas. Me fui a casa dando tumbos.
Manuela Luisa Fernanda Otero al verme se alarmo y me hizo acostar en su cama aprovechando que Camilo Reyes estaba en la costera del bonito. Manuela Luisa Fernanda Otero vino con un vaso de leche con coñac y un optalidón. Dormí durante horas. A las 12 de la noche Manuela Luisa Fernanda Otero volvió con más leche con coñac y más optalidón. Le agradecí sus desvelos y recuerdo que le dije: ahora ya soy un hombre Manuela, hoy he cumplido 13 años. Hoy es mi cumpleaños.
Lo que Marisina no sabía casi dos veranos después, cuando me espetó aquel beso de tornillo en el cine, es que Manuela Luisa Fernanda Otero me había enseñado aquella noche de cumpleaños lo que debería haber aprendido en cualquier prostíbulo de poca monta. Fue sencillo, casi imperceptible. Metió sus manos frías entre las sabanas y me acarició. Puso su dedo índice de la mano derecha en sus labios para que yo no hablase. Ella hizo el resto. Cerré los ojos. Sé que se desnudó. Noté el peso de su cuerpo encima del mío. Daba pequeños gemidos, creí que se dolía de algo. Noté enseguida el fluir de las fuentes y de los manantiales. Ella Continuó gimoteando un rato más. No sé.
Los siguientes 15 días me preguntaba una y otra vez lo que había pasado, cómo había pasado y si realmente había pasado algo. ¿Sería la fiebre? No podía mirar a la cara a Manuela Luisa Fernanda Otero.
Camilo Reyes volvió de la costera. Yo me fui de la casa para siempre. Un amigo de otro amigo me había presentado a un cura de la JOC que me había encontrado una plaza gratuita en un internado.
Me hice de la JOC en agradecimiento a Demetrio Moreno que tanto hizo por mí.

martes, 8 de diciembre de 2009

El chocolate nestlé


 CHOCOLATE NESTLÉ

Decía Luis Bassat, publicista, en un texto recogido en El libro Rojo de la Publicidad, publicado en 2001, que “La publicidad es el arte de convencer consumidores”, es el puente entre el producto/servicio y el consumidor. Por ello, la publicidad que más gusta es la que más vende.
Creí que la fidelidad y la lealtad era algo que solo afectaba a las personas y a sus relaciones. Con los años he aprendido que podemos ser más leales a los productos y a las cosas que a las personas.
En mi familia siempre hubo cierta afición a la música. Quizás sería más apropiado decir que mi madre tenía cierta afición a que sus hijos estudiasen música, eso sí, como un algo complementario a otras formaciones de más provecho. Un clásico de la época.
Una de mis hermanas asistía a clases de piano en el conservatorio de la ciudad donde vivíamos. Corrían los años 60. Era una chica guapísima y tenía una estatura poco corriente para ser producto directo de la generación de la “leche en polvo”. Con su metro ochenta y pico, el pelo negro y aquel porte, parecía pertenecer a otras generaciones de tiempos futuros.
Cada tarde, los lunes, miércoles y viernes, mi hermana acudía a sus clases de piano. Pronto mi madre descubrió que a pesar de la corta edad de mi hermana (16 años), su porte y su estatura le daban toda la apariencia de una chica mayor de edad. Ni que decir tiene, que todos los “moscones” del conservatorio no dudaban en tirarle los tejos a mi elegante hermanita.
Mi madre puso mucho empeño en matricularme también a mí en el conservatorio. Ella quería que yo fuese a clases de violín. Ya veía en sus hijos un perfecto dúo de cuerda, dando conciertos por el mundo entero y gozando de fama sin par. De todos modos, no lograba convencerme y a pesar de mis nueve años yo ofrecía resistencia y amenazaba con no asistir a clase. Creo que la fama y el dinero no eran suficientes alicientes para mí.
No fueron el poder ni la gloria los que finalmente me convencieron para cursar los estudios de violín, ni las peroratas exhaustivas e infatigables que mi madre me espetaba sobre la música y sobre el futuro. Lo que me dejó sin habla, lo que verdaderamente me cautivó fue una oferta que mi madre me hizo y que en modo alguno pude rechazar. Una tableta de chocolate Nestlé para mí solo a cambio de asistir a las clases de violín.
Recuerdo su sabor, el sabor amargo de las clases de solfeo y violín, y el dulce sabor del chocolate con leche Nestlé extrafino. Saboree en solitario hasta el último trozo de aquélla tableta de chocolate de camino a casa y de la mano de mi madre. Sabe dios cuánto esfuerzo representó para mi madre tanto dispendio. Eran años difíciles.
Entonces supe inconscientemente que siempre, siempre sería fiel a la marca. Quizás en ese momento sin saberlo, decidí dedicarme a la publicidad a través de la música y del chocolate. Hoy comparto con Luis Bassat que la publicidad es el arte de convencer consumidores”, sin embargo, tarea más difícil y ambiciosa es establecer lazos de fidelidad con el producto a través de los tiempos. Yo sigo siendo habitual consumidor de chocolate con leche Nestlé extrafino, aunque a veces le soy ligeramente infiel.
El conservatorio era un edificio lúgubre, helador en invierno, un horno en verano, viejo y destartalado. Las anchas escaleras de acceso a las aulas, apenas iluminadas con una bombilla de 25 W. producían formas fantasmagóricas que me ponían la piel de gallina, hasta tal punto que me resultaba imposible recorrerlas a solas sin oír el susurrar de los fantasmas del subconsciente.
Los profesores aún me daban más miedo que el edificio. Eran reales, de carne y hueso. Con los nudillos durísimos. No era su violencia o su agresividad lo que más me amedrentaba. Don José Luis, el de solfeo, era un hombre amargado. Jamás le vi sonreír. Cuando tocaba clase de canto y se ponía al piano para acompañarte, sencillamente acojonaba. A todos nos temblaba la voz. Era una tortura sicológica insufrible.
Los avisos a mi madre no sirvieron de mucho. Tuve que aguantar la tortura de Don José Luis, Doña Isaura, Doña Josefina y algunos más durante cuatro largos años.
Yo servía a mi madre como agente de información y control sobre los chicos que se acercaban a mi hermana, a la vez, que chantajeaba a mi hermana con informar a mi madre si no me compraba mi pastel preferido en la pastelería cercana al conservatorio. Después de muchos años descubrí que mi hermana me compraba los pastelelillos con el dinero que me birlaba de la hucha. Mi hermana a su vez descubrió que con pastel o sin él, yo siempre informaba a mi madre sobre los moscones que la pretendían.
Deje la música a los 12 años. A los 12 años, la música me abandonó a mí. A los 12 años dejé muchas cosas, yo mismo empecé a dejar de existir conscientemente.