miércoles, 9 de diciembre de 2009

El beso


Introspicĕre.
Dedico estas líneas a la frágil y lábil memoria del ser humano y a la mía propia.

EL BESO.

Recuerdo vagamente mis viajes por otras vidas, por otros tiempos. El recuerdo edulcorado del pasado me emociona, es como saborear de nuevo aquélla vida que ya no estoy seguro de haber vivido o soñado. Vivo de nuevo desde el recuerdo.
Es como esa densa niebla donde se funde lo vivido, lo soñado, lo visible y lo invisible, lo que es, lo que fue y lo que pudo haber sido. Me proyecto desde mis anteriores experiencias y viajo por las estrellas de los frágiles sueños como si nada. Con indolente e infatigable facilidad, en otra existencia más, en otra vida nueva. La que vivo sin tan siquiera saberla, ni tocarla.
Soñé que un día recordé mi primer beso. El beso de los besos, así lo definían mis amigos. Soñé que lo recordé con asco y repulsión. Una nausea. Vomité.
Mi primer beso  comenzó a fraguarse como todos los primeros besos de los años 70 cuando yo, solo contaba con 13 años y pico. Recuerdo que los primeros besos de los otros chicos, fueron besos muy buscados, muy deseados, muy premeditados, muy comentados, fugaces, apenas sin beso. Elaboradísimos.
Mi primer beso fue a traición, sin previo aviso, sin yo haberlo deseado previamente. Fue el beso de los besos. El beso de tornillo que mis amigos tanto habían deseado para sí en sus masturbaciones cotidianas.
Lo recuerdo estupefacto. A la vez que recuerdo mi nula afición por el futbol. Nunca supe darle una patada bien dada a un balón. Lo que no entiendo en absoluto es mi constante recuerdo por el campeonato del mundo de futbol del año 1966. Quizás porque fue al día siguiente de mi primer beso cuando comenzó el primer partido. Nunca supe nada de futbol. Sin embargo recuerdo los nombres de los jugadores de la selección Española del año 1966. José Ángel Iríbar. Manuel Sanchís. Eladio Silvestre. Del Sol. Ignacio Zoco. Jesús Olairía. José Armando Ufarte. Amaneio Amaro. Marcelino Martínez. Luis Suárez. Francisco Gento Antonio Betancort. Miguel Reina. Feliciano M. Rivilla. Severino Reija. Fernando Olivella. F. Fernández «Gallego». José Martínez «Pirri». José María Fuste. Joaquín Peiró. Abelardo Rodríguez.
Fué en un cine de pueblo. Yo siempre fui un niño de asfalto. Nací y me crié en ciudades grandes. Recuerdo aquel cine de “pueblo” con las butacas de madera destartaladas. El constante murmullo, a ratos convertido en griterío. El olor a humedad típica de una sala que solo abría sus puertas en verano. El chasquido incesante y desenfrenado de las pipas de girasol.
Pasaban por segunda semana consecutiva una película de Mario Moreno. Un día con el diablo. A nadie le interesaba lo más mínimo la deteriorada película llena de rayas y con un sonido infernal. Sin embargo a mi me apasionaba la genialidad de “Cantinflas”. Me apasionaba el cine. Recuerdo que cuando mis nuevos amigos de aquél pueblo me propusieron ir al cine, me emocioné. Nunca creí que en aquél lugar hubiese una sala de cine. La película, una pasada. Lloré un poco, como lo hacía con las películas del famoso dúo cómico Laurel & Hardy “del gordo y el flaco”.
Aún recuerdo el personaje que representaba Mario Moreno, aquél humilde vendedor de periódicos que es alistado en el ejército, contra su voluntad y con un nombre falso, precisamente en un momento en el que su país se encuentra en guerra. Aunque el pobre vendedor trata de demostrar por todos los medios que no es quién dicen que es, nadie le hace caso y termina en el frente.
Justamente en el instante que Cantinflas es incorporado a filas, ¡zas! Marisina me espeta “el” beso. El beso de tornillo que todos mis nuevos amigos hubieran deseado para sí. Uno aplaudió, otro nunca comprendió mi huida, dos amigas de Marisina se abrazaron. Merchina, la hermana de Marisina se emocionó y salió gimoteando de la sala. Años después me relató el porqué de su emoción. Yo sentí una vergüenza horrible. Una náusea vertiginosa me hizo salir corriendo.
En el patio trasero de la sala de proyecciones (lugar para los intermedios o descansos) me encontré solo, huyendo de lo que el resto de los chicos de mi edad hubieran deseado para sí. Creí por un instante que “el beso” sería otra cosa, que tendría otro significado. Algo menos carnal (y menos carnoso). Creí que sería como un sublime éxtasis de amor del que nadie en su sano juicio podría regresar. Con el tiempo supe que un beso solo es un beso. Que el secreto no está en el beso sino en sentirte parte del beso, SER el beso, SER el otro, SER. Marisina siempre estará en mis reflexiones por lo que me mostró, por lo que me enseñó y sobre todo por lo que me AMÓ aunque yo entonces no pudiera dar fe de ello.

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