domingo, 17 de abril de 2011

El político del semáforo


EL POLÍTICO DEL SEMÁFORO

Tras una noche en vela, desolado por los sinsabores que la vida me brinda, humillado por los acuerdos políticos que cada vez recortan más mi subsistencia inmediata y dejan al descubierto mi incierto futuro como jubilado en ciernes, irritado por los siete males que me aquejan, pude observar a través de la ventana que mira al norte de mi ruinosa habitación como el día despuntaba y se me antojaba triste y oscuro.

Con dificultad extrema dejé que mi tullido cuerpo rodase por la cama hasta lograr la vertical. Huesos, articulaciones, tendones y músculos crujieron como nunca lo habían hecho. Me asusté.

Invadió mi mente un pensamiento único. La realidad de los años. La realidad de la vida. Lo injusto del conocimiento. Recordé el pensamiento Socrático que me pareció más vacío que nunca. Nunca me gustó nada la “patética” herencia de Sócrates. ¿Sólo sé que no sé nada? Venga ya. Yo ni tan siquiera sé que solo sé que no sé nada.

Pero esto que denominamos realidad, es absoluta, irrefutable, ineludible, es definitiva. Tan solo necesitas un espejo y fijarte mínimamente en tus movimientos, cada vez más lentos, cada vez más torpes, más dolorosos. Yo me di cuenta ayer charlando con el político del semáforo.

Desde luego, la culpa siempre es de algún político. Desconozco los motivos, pero siempre tienen la culpa…

Nos encontramos en el semáforo frente a la estación de Matallana. ¡Qué bien te veo!, me espetó con entusiasmo inusitado. Me pareció que la proximidad de las elecciones municipales le había llevado a practicar la exageración, aunque conmigo no tenía que guardar fórmula protocolaria alguna. Nunca le voté, nunca le votaré. Su familia siempre fue de derechas y a él le dio por decir que era socialista. Era un bobalicón a medio cocinar. Como una empanada poco horneada y pálida de semblante.

En el colegio y en el Instituto era conocido como “el pavo”. Sea como fuere me desconcertó su comentario sobre mi aspecto, incluso me dio cierto ánimo, al fin y al cabo, con mis 58 años recién cumplidos siempre viene bien que alguien te diga: en serio estás como siempre, no sé cómo lo haces. Mira yo que barrigón tengo.

Fuimos de banalidad en banalidad lo que nos llevó directos a la política municipal que el pavo venía practicando desde hace cuatro años como edil del ayuntamiento. Cada palabra quedaba congelada en el aire con aquéllos infumables 10 grados bajo cero como si de guirnaldas navideñas se tratase. Pronto deje de sentir las orejas y los dedos de manos y pies. El muy cabrón seguía construyendo argumentos sobre el carril bici, el transporte público y su empeño endemoniado en cambiar las calles de la ciudad de un sitio para otro.

Unos “chupiteles” de hielo formaban parte de mi poblado bigote. Sentí ganas de agarrarle por el cuello, pero me pareció más práctico jurarme a mí mismo hacer una campaña electoral en el barrio para devolverle a los orígenes de su trabajo como factor de tren (con todo mi respeto a los factores).

Por el rabillo del ojo pude ver entre la niebla la luz verde del semáforo. Tenía 32 segundos para deshacerme del “pavo” y dejarle con la palabra en la boca. En la pantalla del semáforo iban cayendo los segundos hacia atrás. Cuando apenas quedaban cinco para que el verde se tornase en ámbar, tras un “hasta la vista” hostil, quise emprender una carrerilla para cruzar aquéllos 20 metros que me separaban del “otro lado”, pero mis piernas no respondieron. Un traspiés, un resbalón por la calzada helada y me fui de bruces contra el asfalto.

Pude oír, mientras aterrizaba con la cara en el gélido asfalto, un alarido generalizado de los peatones que como yo ansiaban llegar al otro lado de la calzada. ¿Se encuentra Vd. bien? ¿Necesita una ambulancia? ¿Quiere que avisemos a algún familiar?... Una sarta de letanías baratas tuve que oír hasta que pude recuperar la vertical. Una amable señora me ofreció un pañuelo bordado con un penetrante olor a Chanel 5.

Su cara delataba mi labio y mi nariz reventados por la caída. Sin pensármelo dos veces puse el pañuelo inmaculado sobre mi sangrienta cara. Pronto se cortó la hemorragia. Le pedí la dirección a la amable señora para enviarle el pañuelo tras un buen lavado y su correspondiente plancha.

Días más tarde envié a la amable señoritinga su pañuelo inmaculado junto con una orquídea de medio pelo que compré en un CHINO. En el dorso de la tarjeta, un texto lo más aséptico y agradecido que encontré: gracias por su gesto samaritano para con un mayor apurado. Gracias.

Aunque tengo por costumbre no contestar llamadas telefónicas cuyo número no tengo identificado, y pensando que se trataba de un pedido de libros pendiente, rompí mi regla telefónica y me apuré a contestar aquella llamada de las 5 de tarde: ¿Si? Dígame.

Una sugerente voz femenina preguntaba si yo era Don Ramón Tabarrón. Aunque me pareció extraño que Feliciano Buendía, dueño de la librería, hubiese contratado una dependienta (que falta le hacía, todo hay que decirlo), bien creí que se trataba de una cosa así. Sí, si, soy Ramón, ¿ya tiene mi pedido listo para recoger?

Creo que hay un malentendido Don Ramón, soy Arselina Lozano, la que le ofreció el pañuelo la pasada semana. Quería darle las gracias por el detalle de la orquídea e interesarme por su estado. Me preguntaba si aceptaría tomar un café en la chocolatería los sauces de la Gran Vía.

Enmudecí, no sabía que contestar, no pude reaccionar. Antes de poder pensar con claridad, le contesté afirmativamente: de acuerdo Doña Arselina, espero que no sea ninguna molestia para usted. Quedamos para el día siguiente a las 18 horas.

Mi extrema puntualidad me llevó a la chocolatería unos 10 minutos antes de la cita. Me senté en una mesa frente a la puerta. Apenas recordaba el semblante de Doña Arselina Lozano cuestión que me provocaba cierto estado de irritabilidad.

Los diez minutos siguientes me parecieron una eternidad. Cada vez que una mujer accedía al local, me daba un vuelco el corazón. Yo esperaba a una mujer de cierta edad, dadivosa, caritativa, cristiana, bondadosa, de un aspecto bonachón envuelta en un largo abrigo de visón y con el pelo teñido de rubio.

Disculpe Vd. Don Ramón, pero el tráfico está imposible. Sin duda era Doña Arselina el apestoso y penetrante Chanel 5 la delataba. Sin embargo, de no ser por el Chanel, nunca hubiera creído que aquélla bellísima mujer de unos 35 años, pelo negro, embutida en aquéllos vaqueros “desigual”, con una chupa de cuero rojo y unas botas camperas de piel de cocodrilo, pudiese llamarse Arselina Lozano.

Solemne, me puse en pie para ofrecerle la silla tras saludarla con un indiferente buenas tardes, y, sin pensarlo me colocó un beso en cada lado de la mejilla que sin saber porqué me ruboricé profundamente.

Se sentó y pedimos unas tazas de chocolate. Mientras me miraba pasó su mano por mis labios y nariz. Sonrió. Vaya ostia te pegaste el otro día Ramón, aunque la ostia me la llevé yo cuando recibí tu orquídea. ¿Cómo pudiste saber que era mi flor preferida? Sin apenas dejarme contestar que las rosas me habían parecido muy atrevidas para la ocasión, acercó su silla a la mía y me robo un interminable beso de tornillo con sabor a chocolate y a carmín.