La verdad, a mì siempre me pareció una mujer simple, monótona, sin personalidad alguna, insegura, indecisa, frágil, dependiente, introvertida, sensiblona, insolidaria, interesada, egoísta, egocéntrica, superficial, paranoica..
Descubrí, con sorpresa, que la percepción que ella tenía de sí misma, era diametralmente opuesta a mis consideraciones. Incluso se tenía por guapa, lo que, a mi modo de ver, era un insulto a lo que los Griegos llamaban belleza.
La belleza clásica, la concepción de la estética que sobrevive a los milenios, que se deriva de
la armonía. Sin armonía, tendemos a buscar estímulos visuales ya sea
aburridos e insulsos o caóticos y sobrecargados. Un ejemplo de armonía se encuentra en la simetría, una imagen que está perfectamente equilibrada es atractiva. Los griegos estaban obsesionados con el físico
humano, que es una maravilla de la simetría perfecta. También encontramos la
armonía en los fuertes contrastes, como en la vista de un profundo valle, en el
contexto de una alta montaña.
En este contexto, podemos comprender la verdadera guerra entre los griegos
y los judíos. Mientras que los griegos entendían la armonía en la belleza
física, ellos perdieron de vista el plano espiritual. La armonía final es la unión de los mundos espirituales y físicos. De esa manera se crea una belleza sin igual, un efecto tan poderoso que cualquier intento de imitarlo es un insulto a la noción de la belleza.
Pues sí, se creía bella y armoniosa. Hasta el punto, que hiciera del clásico refrán “la
suerte de la fea, la guapa la desea”
su filosofía de vida. Que se tenía
por guapa ¡joder!
Sin embargo yo la veía cabezona, con la cara
cuadrada y los ojos saltones. Un marcado “código de barras” por encima de su negruzco y prominente bigotín.
Un cúmulo de arrugas y patas de gallo tratadas con las cremas más caras del mercado, que poco efecto beneficioso le produjesen.
Como buen caballo percherón, lucía una dentadura impecable e impoluta. Una sonrisa espectacular que ocultaba su traicionera personalidad la distinguía en toda ocasión. A todo le daba solución con su expectacular sonrisa o con sus lágrimas. Persona sin argumentos, lineal, sin palabras,
muda, anodina. En las tertulias, en los cafés y en los actos sociales, utilizaba el asentimiento mediante
golpes de cabeza (su pieza más prominente y hueca) o por medio de su falsa
sonrisa, mostrando la perfecta e impoluta dentadura de caballo percherón a lo
“Pantoja”. Cuando
mostraba el diente era señal de asentimiento y conformidad.
En ocasiones lloriqueaba mostrando lágrimas “de cocodrilo”
para dar pena. Esta estrategia muy marcada en su personalidad, tan solo la ponía en marcha si el efecto sonrisa no era
suficiente para convencer de su inocencia, de su buen rollo y de sus
necesidades sexuales. Algunos cayeron en sus “garras” y fueron totalmente
devorados por sus más bajos instintos. Algunos como el “banana Split”,
el “tío chico”, el “Stalin”, el “a ver si lo guipo” o “canorin canorete”;
también atrapó a algunas buenas señoras que
fueron atacadas por el ácido de sus lágrimas de cocodrilo, algunas como “la que cuenta cuentos” , “la hija
de Norman Bates”, “la poeta feliz”, “la amiga sublime” y tantas otras de las
que ya ni me acuerdo.
Paticorta, de culo caído por la fuerza de la gravedad, y,
también ¡qué coño! por los años, ese típico culo apanado es el que casi siempre
muestran las asténicas. El culo apanado da lástima, es poco turgente, poco
abundante, poco prometedor y vagoneta. Culo blandito y escaso alineado con la
cadera y terminando en pico, como tomarse una sopa mientras el vecino se come
un asado. Sospecho además un buen racimo de almorranas colgando del ojete que
le hace poco “navegable”. Como diría el poeta, "la chavala no vale ni pa tomar por culo". Pero ¡cuidado!, convence con sus lágrimas y su sonrisa, ¡convence!
En cierta ocasión, yo mismo estuve a punto de caer en sus garras.
Recuerdo con estupor aquélla tarde tórrida del mes de junio. Pude ver en el
mercurio una lectura de más de 40ºC cuando atravesaba media ciudad para llegar a su casa. Acudía, infeliz de mí, a una llamada de socorro que me encajó a través del celular:
- Por favor, ¿podrías acercarte a mi casa? Tengo una fuga de agua, estoy inundando al vencindario y no tengo a nadie más que me ayude. ¡Por favor te lo pido!...
Llegue a su casa sin aliento y empapado en sudor. Me ofreció un vaso de agua y una
toalla para secar el sudor, un beso de agradecimiento en la mejilla y un abrazo
inconsistente.
Donde
está la avería?, le pregunte, toda vez que no vi resquicios de agua por ninguna
parte, mientras miraba en la cocina. Aquí, me dijo con un tono de voz
inquietante, con cierta reverberación.
Me volví buscando en sus palabras el chorro de agua invisible que inundaba el
inmueble y la veo allí, desnuda, sonriente, babeante, con la mirada de los mil
metros, propia de los soldados yankees que regresaron de la contienda
vietnamita. Un sudor gélido recorrió mi cuerpo en cuestión de segundos. Me
quedé paralizado. Me imagino la cara de gilipollas que se me quedó, a juzgar
por la suya.
¡Fóllame! Por favor, me gritó en tono amenazante mientras se abalanzaba sobre mí como una
posesa. No podía reaccionar. Aún tenía la linterna en una mano y la llave grifa
en la otra. Metió su delgada y babeante lengua en mi boca, mordisqueándome los
labios y dejándome la cara llena de babas vomitivas.
¡Fóllame! te lo ruego, me susurraba en el oído mientras metía sus manos por la pernera de
mis bermudas hasta llegar a mis intimidades y, con su lengua de trapo lamía mi
cara y mis oídos. Intentaba despegarla, pero me tenía pillado por los “guebos”
literalmente. ¿No te gusto? ¡Fóllame, fóllame, por favor!
Inmovilizado y presa del pánico, solté la llave
grifa que vino a caerse justo encima de mi pié derecho. El grito de dolor hizo
que la ninfómana, asustada, también me soltase “los guebos”. Al fin quedé libre
para rechazarla una y otra vez, sabedor de las consecuencias que ello me iba a
acarrear. En el rifi rafe, pudo una vez más, tomar mis manos y llevarlas a sus prominentes pechos cuyos pezones erguidos y amenazantes llamaban
poderosamente la atención. Aprieta fuerte me decía. Como observé que de nada
valían los razonamientos, decidí proferir un grito que bien seguro pudieron
escuchar los vecinos de medio barrio “SUELTAME YA”.
De sus ojos saltones brotaron dos lágrimas de las suyas, dos lágrimas de cocodrilo
en un intento final de producirme una pena negra que la llevase a cumplir sus
objetivos de follarme impunemente. Nada más lejos. ¡Infame!, le dije con los ojos
inyectados en sangre. La miré durante unos segundos fijamente a los ojos.
Lloriqueaba y gimoteaba rogando mil perdones. Pude entonces alcanzar el gozne
de la puerta. Ya en el rellano de la escalera metí un portazo de mil demonios
que hasta el marco de la puerta se resintió.
Al fin libre, en la calle de nuevo, indemne. Nunca olvidaré semejante agresión.
Ahora comprendo mejor a las miles de mujeres que cada día son sometidas a acoso
sexual, violadas y maltratadas. Otro día os contaré la venganza a la que fui
sometido meses después.