martes, 13 de noviembre de 2018

ME BUSCO Y NO ME ENCUENTRO


Me busco y no me encuentro

Sí, es cierto, nunca estuve más perdido. Lo que significa, en mi caso, que debo estar al borde del abismo.

Recordando lo que puedo recordar de mi existencia, recuerdo mi vida como un cúmulo de episodios sucedidos fruto de la casualidad, a veces no deseados y otras asumidos como vienen, como esos cartones sobrantes del bingo, que las vendedoras anuncian “¿cómo vienen?” para indicarte que van sueltos en la serie y que algunos de los números pueden estar repetidos en uno y en otro.

Se ha ido esfumando la vida, esa vida en la que deseé hacer cosas que no pude hacer, en la que añoré sueños inalcanzables. Esa vida que me obligó a hacer miles de cosas que no codicié, y, tuve que hacerlas una y otra vez. Pocas veces la existencia me dejó íntegramente el poder de decisión, pocas veces lo hizo, pero cuando ello sucedió, recuerdo haberme equivocado solemnemente. Me faltó raciocinio, me faltó mirarme al ombligo. Pensé demasiado en los demás. Creo que renuncié (equivocadamente) a tener vida propia y la dediqué en gran medida a los demás.

Otro error garrafal que cometí, cuando la vida me dejó libre albedrío, fue no incluir a mis seres queridos en ese “darme a los demás”. No quise mezclarlos en mi forma de pensar, en mi ideología. Los dejé aparte para que estuviesen a salvo de mis decisiones, de mis deyecciones. Ese fue uno de mis grandes errores a largo plazo. Hoy recuerdo que me equivoqué y que mi error no se puede ya enmendar.

Se ha ido esfumando la vida, sí. Y con ella, muchos recuerdos que inconscientemente hoy novelo para poder resistir. A fin de cuentas, el recuerdo no es nada más que un deseo de que las cosas hubieran sido de otro modo. Dicho de otra manera, el recuerdo de lo vivido tiene tanto de aportación personal al cabo del tiempo, que en ocasiones cuesta distinguir con exactitud cuál fue la experiencia vital y cuál la aportación del deseo y del subconsciente.

Cierro los ojos, y en la soledad de mi existencia, trato de dejarme llevar por el recuerdo de lo que fue. Pero de inmediato, como si de la guardia pretoriana se tratase, salen en defensa de mis recuerdos, los deseos del subconsciente y sin poder frenarlos, me muestran una existencia, que ni de lejos se parece a la vivida por mí.

Acudo entonces a los familiares y “amigos” que me quedan. Me intereso sobre cómo fue tal cosa o tal otra (en la que yo debí estar involucrado) con la esperanza de que en su relato haya un nexo con mi “recuerdo”. Tan sólo encuentro alguna coincidencia genérica, pero en los detalles…, en los detalles se pierde el relato vital, se pierde el recuerdo de lo “vivido y lo soñado”, en los detalles se desvanece mi existencia.

Víctima de algún largometraje americano, he llegado a pensar si realmente estoy vivo o soy alguien que falleció hace mucho tiempo y no encuentra tampoco en “la otra vida” un sitio para encajar su pieza del puzzle. Un lugar donde descansar, donde alguien reconozca que viviste y que tu vida sirvió a alguien para algo. Un lugar donde puedas mirarte al espejo sin lugar a equivocarte y poder decir, ese soy yo. Sé que algo así es técnicamente imposible, pero no lo es para el pensamiento, no lo es para el deseo y mucho menos lo es para la esperanza. En esos conceptos, todo vale, todo es infinito, todo es posible.

Sí, me busco y no me encuentro, no encuentro a aquél que “fui” y no encuentro a aquel que debo “ser”, y menos ahora que la chamba me arrebató lo único que me hacía sentir libre, que me hacía sentir vivo, que me hacía sentir pleno.

Me busco y solo encuentro preguntas sin respuesta, personas cercanas que me animan, que me dicen que mire a otro lado para no ver el abismo donde el azar nos tiene guardado un lugar. Me busco y tan solo veo un lejano vestigio de lo que debí ser. No puedo recordar con exactitud los lugares que visité, las personas que conocí, los “marrones” que solucioné, las vidas que viví.

Sin embargo “recuerdo” el daño que causé a las personas a las que amé, daño que originé mientras buscaba la “libertad”. Libertad que aún no encontré.

Me busco, busco al que fui, busco al que soy, pero solo encuentro al que en breve seré a causa del libre albedrío, de la chiripa, de la desgracia, del "destino".

viernes, 9 de noviembre de 2018

EL DÍA QUE MI SUERTE CAMBIÓ


EL DÍA QUE MI SUERTE CAMBIÓ.
Siempre hay un día que se cierne abruptamente sobre nosotros. Nos sorprende, nos inmoviliza y nos hace sentir “mortales”, eso sí, no lo vemos venir.

No fue un día, ni una semana ni un mes. Llevaba una temporada con esos presentimientos que viven en ti día y noche, era como una premonición indeseable en la que nadie quiere pensar, de la que todo el mundo quiere huir. Notaba como algo fatal se cernía sobre mi cabeza.

A veces crees que vives, pero solo vegetas. A veces crees que cambias las cosas, pero simplemente las cosas cambian solas, sin pedirte permiso, sin hacerte partícipe de tales cambios.

De pronto mi vida dio un giro de 180 grados. Sí yo participe en él desde luego, pero ni de lejos lo había planeado ni hablado ni estudiado ni deseado ni tan siquiera soñado.

Siempre fui (para mi desgracia) persona de asfalto y contaminación, aunque confieso aquí y ahora que siempre deseé tener un puñado de tierra donde “caerme muerto”, que decía una abuela materna. Recuerdo que en una ocasión estuve a punto de comprar un terreno rústico rodeado de árboles y retirado, muy retirado de todo. Tras mil reproches de la familia, decliné hacerlo realidad, puede, que como otras muchas cosas en la vida.

Como buen “urbanita”, siempre fijé mi domicilio en el mismísimo centro de las ciudades donde viví. Nunca fui propietario de nada, eso me brindo la posibilidad de cambiar de domicilio cada poco tiempo.


Sin saber cómo, sin motivos aparentes, sin tiempo para reflexionar, salí del mismísimo centro y me fui a vivir a un barrio de la periferia a varios kilómetros del centro. Visité el lugar un par de veces antes de mudarme. Lo cierto es que el lugar inspiraba poca confianza y de noche, menos aún.

Me percaté enseguida que los bloques de viviendas estaban llenos de cámaras de seguridad y en sus paredes se anunciaban “servicio de vigilancia 24 horas”. En ese lugar inhóspito sin nada alrededor, prácticamente desierto día y noche, con tanta video vigilancia, me hacía sospechar que algo no iba bien por el lugar. Varios bloques de viviendas de 10 pisos cada uno, tan solo advertías coches viejos aparcados de cualquier manera, sin nadie por sus inmediaciones…

Uno de los días que visité el lugar, antes de decidir mudarme, observé a un hombre joven de unos 30 años ataviado con un pijama, un batín de hospital y unas zapatillas. Había caído una buena nevada y la temperatura en la calle no superaba los 0ºC. He de manifestar que aquélla aparición me dejó bastante tocado.
Instantes después, al girar el coche para rodear el segundo bloque, caí en la cuenta que el edificio que se vislumbraba al fondo, a unos 100 metros de distancia, no era otra cosa que el antiguo hospital psiquiátrico de la ciudad.

Aquélla situación no me pareció tan horrible ya que los demandantes potenciales del servicio de psiquiatría somos todos los humanos. Con el tiempo, y a determinadas horas del día, aquella estampa se repetía con decenas de “internos” que deambulaban por el barrio y que evocaban recuerdos con olor a series de TV americana como the walking dead.


Una pena, la verdad, sobre todo las personas jóvenes. En ocasiones pienso que no eres lo que logras, eres lo que superas. Las dificultades te imponen, pero no te impiden ser quien eres con tus taras, tus rarezas, tu actitud... Puede que el equilibrio se encuentre en tener una actitud positiva ante la contingencia que vamos adquiriendo sin comerlo ni beberlo y nos convierte en quienes somos en cada instante, sabedores de que la única constante del ser, es el cambio.

La única vida de la barriada eran los enfermos del psiquiátrico, qué con sus excentricidades y debido a sus tratamientos médicos, teñían la zona de un absurdo color de esperpento. Yo empezaba a reconocerme entre ellos, Tanto es así que decidí hacerme cargo de una finca en las inmediaciones, sin saber tan siquiera distinguir entre hortaliza y legumbre. Fue un reto que tuvo un final espectacular.

Construí un invernadero (con la ayuda de algún amigo), aré la tierra, planté de casi todo (Tomates, pimientos, berenjenas, zanahorias, acelgas, brócoli, perejil, fresas, calabazas, calabacines, melones, puerros, lechugas, judías verdes, habas blancas, menta, apio.  cerezos, melocotoneros, cebollas…) y todo lo que planté, dio muchos, muchos y buenos frutos. Todo ecológico. Fue un año de mucha e intensa labor.


Llegué a encontrar una paz y un sentido a la vida como nunca antes había tenido. Me sentía fuerte, sano, feliz. Y ello a pesar de los cientos de problemas que rodeaban mi vida y que nunca me han abandonado por completo. Fue un chorro de aire fresco que con pocas cosas puedo compararlo.

Regalaba a familiares, amigos y vecinos todo lo que os podáis imaginar de un vergel incomparable, donde todo tenía el sabor que le correspondía, especialmente el tomate y el pimiento. También florecieron unas parras centenarias que había en la finca y que desde hacía más de 19 años no habían dado frutos. Se llenaron de uvas riquísimas que pude compartir con los pájaros.

Pasado el tiempo de la cosecha, ahora comprendo que todo era una señal, un aviso. Estaba tan claro que no lo pude interpretar a tiempo. Quienes conocían la finca estaban asombrados del impresionante resultado obtenido, ello teniendo en cuenta de que yo nada sabía sobre cultivos ni de como sembrar ni como labrar la tierra. Todo fue improvisado por mi tras visionar unos tutoriales en YouTube. Todo era una clara señal que no pude interpretar a tiempo.

A primeros de septiembre me detectaron un cáncer. A finales de septiembre fui al quirófano. Ahora estoy a la espera de algunas sesiones de radio terapia. Pero de momento entregue a la enfermedad partes vitales de mi cuerpo que ya no volverán a funcionar jamás. Era una señal y no la vi llegar.

La felicidad es tan efímera y los humanos tan gilipollas que todo pasa en un abrir y cerrar de ojos.

miércoles, 15 de agosto de 2018

SOLO O EN SOLEDAD




Solo o en soledad.
La soledad tiene sus desventajas notables, al principio la disfrutas como algo excepcional, como si en realidad fuese la máxima expresión de libertad.

Tras beber varios sorbos de fría soledad, comienzas sin quererlo, a aislarte. Los que parecían tus amigos y familiares, no te echan de menos, no te esperan en sus mesas, no te llaman apenas, quizás un mensaje de vez en cuando. De esos mensajes que no sabes que contestar, la absurdez personificada. Vas siendo consciente que dejas de hablar, de hecho, la voz fluye cada vez con menos intensidad, apagada, con un tono mortecino.

Vas encontrando tu sitio en alguno de esos bares marginales en los que todo el mundo se conoce. Todos hablan con todos, se invitan, se abrazan, discuten, celebran no sé qué. Echas un vistazo panorámico a la precaria terraza donde te encuentras instalado con una botella de agua fría y te percatas que eres la única persona que está sentada sola. Una sensación de fatiga al principio. Una sensación de fracaso después. Una vida vivida, siempre rodeado de los problemas ajenos, siempre tratando de buscar soluciones a los demás.

Ahora en silencio, meditas sobre lo que has hecho mal para terminar de este modo.

Alguna vez suena el teléfono. Alguien quiere venderte algo, no contestas.

En ocasiones (raras), aún te sigue llamando alguien que tiene un problema laboral o personal y acude a ti ya desahuciada por el sistema. Le escuchas con atención, tratas de meter baza pero no es posible hasta que el interlocutor te ha vomitado toda su mierda. Casi siempre las frases suelen terminar con “¿Qué puedo hacer”? ¿podrías ayudarme? Es en ese momento, cuando más enmudezco. Si tendría mucho que decir sobre su problema, pero noto que ya no tengo ganas de que me sigan utilizando y respondo: “perdona, lo siento mucho, pero no está en mi mano…”, le saco directamente de mi directorio de contactos, sé que ya no volverá a llamarme.

A veces, sin quererlo oigo las conversaciones de las gentes en los bares donde paro y me surge aún el deseo de intervenir, a veces por la ira que me provocan, a veces por la ignorancia de los interlocutores, a veces porque se hace insoportable que las personas puedan pensar de ese modo. Pero no digo nada, nadie me pregunta nada.

He generado cierta expectativa entre los lugareños de la periferia donde me muevo, sé que les produce una intriga exacerbada no controlar a alguien que no socializa con nadie y se convierte en un misterio sin resolver.

Paso las horas y los días sin hablar con nadie, la soledad ha invadido también mi espacio vital, ni siquiera hablo solo. No leo, no escucho las noticias ni ojeo los periódicos. Noto día a día como me voy separando del mundo y no quiero. Voy sin fuerzas, sin ganas, sin ilusión. Gozo de la puta soledad que me mata.

La semana pasada deje caer un infundio sobre mi persona a un camarero que me preguntó si vivía en el barrio. Sí, le conteste, pero temporalmente espero. Ante tal intriga me pregunto si trabajaba por la zona. Entonces le dije que estaba destinado allí dado que se habían detectado movimientos importantes en plantaciones de cáñamo.

Policía, me dijo el camarero, Algo parecido, añadí con el ceño fruncido, dejando entrever que la cosa puede ser más seria que todo eso.

Ahora cuando llego a la terraza del bar y pido mi botella de agua, noto como las miradas de la gente se clavan como puñales en mi pecho y espalda. Se les nota un deseo irrefrenable de acribillarme a preguntas. Yo sigo en mi involución hacia la soledad más absoluta, sin desearlo. Espero que alguien me diga de una puta vez algo, lo que sea.

Lo más que se acercan a mi es para decirme algo que me pone malo: ¿están ocupadas esas sillas? ¿puedo llevarme dos? No tienen bastante con verme aislado, que también se ceban dejándome la mesa pelada. Y solo estamos la mesa, la silla, el agua y yo. Me hago fuerte, no obstante, y no me voy hasta que no se marcha hasta el camarero.

En ocasiones le envío un WhatsApp a algún antiguo amigo, familiar o conocido. Casi siempre tardan tanto en contestarme, que doy por perdida la pregunta y su posible respuesta.

El otro día me apunté a una red de citas en una APP que descargué al móvil. Puesto que podía elegir con quién hablar, elegí mujeres de 40 a 50 años. Empezaron a salirme fotos de personas y sus perfiles de mentira que aluciné.

Contacté con una mujer que me pareció una mujer magnífica. Esmeralda, 52 años, en busca de una relación. Le puse un mensaje. “Estimada señora, he visto su anuncio de Vd., en esta red de contactos, ¿le parecería bien que charlásemos sobre algún tema de su interés? Le agradezco de antemano su paciencia en leer este mensaje. PD.: perdóneme si la he importunado”.

Unos segundos después recibo su respuesta: “lo siento, no sé de donde de has escapado con semejante lenguaje, pero si me mandas una foto, ya me pienso si hablamos o no”. Le mandé un selfie que me hice de inmediato en el bar.

Esmeralda respondió de inmediato: “lo siento, creo que eres demasiado para mí y por ello opino que no debemos gastar el tiempo en conversaciones inútiles”. Traté de convencerla de que nadie es más ni menos que nadie. Que el físico nos vino dado por la genética, pero que las personas evolucionamos y nos hacemos a nosotros mismos y toda esa verborrea que se suelta en situaciones como esta. No obtuve respuesta alguna.

Volví a mi soledad, más solo que nunca. Miré a mi alrededor y vi personas más viejas y más cutres que yo, más feas si cabe, acompañadas de unas señoras imponentes. Sin embargo, para mí no queda nadie.

Al borde de la depresión y la desesperación, dirigí mis pasos hacia mi casa. Por la cabeza me pasaron cosas horribles fuera de todo control. El móvil me envía un aviso: “tienes un mensaje de esmeralda52”. Inmediatamente entro en la aplicación de contactos en la red y leo atentamente: “si quieres conocerme podemos quedar en el bar de la esperanza a las 8 de la tarde hoy mismo, pero sigo pensando que eres mucho hombre para mí”.

Sin pensarlo, contesté: “allí estaré sin falta señora mía”.


Me fui a la ducha, me acicalé lo mejor que pude, recordé un perfume que hacía mucho tiempo que no usaba, me rocié la cara. Me vestí informal para pasar más desapercibido y salí zumbando a la cita. Por fin podría romper ese silencio que me devoraba.

Tanto me aceleré que llegué media hora antes de lo previsto. En la terraza del bar, nadie. Entré al bar que estaba completamente vacío y le pedí al camarero que por favor me llevase a la terraza una tónica muy fría con un chorrito de ginebra.

Ocupé una mesa estratégicamente ya que Esmeralda52 no me había enviado su foto actual y cualquiera se fía de las fotos que se ven en la red…

Pasadas las 8 de la tarde, casi quince minutos, llega una mujer con un extraño caminar. Muy bajita, va directa a mi mesa y me dice hola soy Esmeralda. Se me iluminaron los ojos y por fin rompí mi silencio. Buenas tardes le dije mientras le ofrecía la silla para que se sentara.

Por la emoción, tardé unos minutos en darme cuenta que esmeralda era enana con bastante deformidad en brazos y piernas. Pero tenía una sonrisa estupenda y una conversación ágil, sarcástica e inteligente.

Nos fuimos enfrascando en las palabras y dejamos aparte nuestros cuerpos. Todo iba de maravilla. Estábamos por la tercera consumición, casi las 11 de la noche cuando de pronto esmeralda me pregunta si tenía intenciones de casarme, por supuesto con ella.

Se me hizo un nudo en la garganta. No supe responder a esa trágica pregunta. Entonces me dijo que no estaba para perder el tiempo pelando la hebra con nadie, si quería casarme que se lo hiciese saber, ya sabía ella que yo era demasiado para ella. Se levantó (por decir algo) y se fue caminando a duras penas hasta un viejo coche que había aparcado metros atrás del bar.

Enmudecí, quizás para siempre, no sé. Ahora aquí sigo, desfrutando de nuevo de esta puta soledad que mata.