Solo
o en soledad.
La soledad tiene sus
desventajas notables, al principio la disfrutas como algo excepcional, como si
en realidad fuese la máxima expresión de libertad.
Tras beber varios
sorbos de fría soledad, comienzas sin quererlo, a aislarte. Los que parecían
tus amigos y familiares, no te echan de menos, no te esperan en sus mesas, no
te llaman apenas, quizás un mensaje de vez en cuando. De esos mensajes que no
sabes que contestar, la absurdez personificada. Vas siendo consciente que dejas
de hablar, de hecho, la voz fluye cada vez con menos intensidad, apagada, con
un tono mortecino.
Vas encontrando tu
sitio en alguno de esos bares marginales en los que todo el mundo se conoce.
Todos hablan con todos, se invitan, se abrazan, discuten, celebran no sé qué.
Echas un vistazo panorámico a la precaria terraza donde te encuentras instalado
con una botella de agua fría y te percatas que eres la única persona que está
sentada sola. Una sensación de fatiga al principio. Una sensación de fracaso
después. Una vida vivida, siempre rodeado de los problemas ajenos, siempre
tratando de buscar soluciones a los demás.
Ahora en silencio,
meditas sobre lo que has hecho mal para terminar de este modo.
Alguna vez suena el
teléfono. Alguien quiere venderte algo, no contestas.
En ocasiones (raras),
aún te sigue llamando alguien que tiene un problema laboral o personal y acude
a ti ya desahuciada por el sistema. Le escuchas con atención, tratas de meter
baza pero no es posible hasta que el interlocutor te ha vomitado toda su
mierda. Casi siempre las frases suelen terminar con “¿Qué puedo hacer”?
¿podrías ayudarme? Es en ese momento, cuando más enmudezco. Si tendría mucho
que decir sobre su problema, pero noto que ya no tengo ganas de que me sigan
utilizando y respondo: “perdona, lo siento mucho, pero no está en mi mano…”, le
saco directamente de mi directorio de contactos, sé que ya no volverá a
llamarme.
A veces, sin quererlo
oigo las conversaciones de las gentes en los bares donde paro y me surge aún el
deseo de intervenir, a veces por la ira que me provocan, a veces por la
ignorancia de los interlocutores, a veces porque se hace insoportable que las
personas puedan pensar de ese modo. Pero no digo nada, nadie me pregunta nada.
He generado cierta
expectativa entre los lugareños de la periferia donde me muevo, sé que les
produce una intriga exacerbada no controlar a alguien que no socializa con
nadie y se convierte en un misterio sin resolver.
Paso las horas y los
días sin hablar con nadie, la soledad ha invadido también mi espacio vital, ni
siquiera hablo solo. No leo, no escucho las noticias ni ojeo los periódicos.
Noto día a día como me voy separando del mundo y no quiero. Voy sin fuerzas,
sin ganas, sin ilusión. Gozo de la puta soledad que me mata.
La semana pasada deje
caer un infundio sobre mi persona a un camarero que me preguntó si vivía en el
barrio. Sí, le conteste, pero temporalmente espero. Ante tal intriga me
pregunto si trabajaba por la zona. Entonces le dije que estaba destinado allí
dado que se habían detectado movimientos importantes en plantaciones de cáñamo.
Policía, me dijo el
camarero, Algo parecido, añadí con el ceño fruncido, dejando entrever que la
cosa puede ser más seria que todo eso.
Ahora cuando llego a la
terraza del bar y pido mi botella de agua, noto como las miradas de la gente se
clavan como puñales en mi pecho y espalda. Se les nota un deseo irrefrenable de
acribillarme a preguntas. Yo sigo en mi involución hacia la soledad más
absoluta, sin desearlo. Espero que alguien me diga de una puta vez algo, lo que
sea.
Lo más que se acercan a
mi es para decirme algo que me pone malo: ¿están ocupadas esas sillas? ¿puedo
llevarme dos? No tienen bastante con verme aislado, que también se ceban
dejándome la mesa pelada. Y solo estamos la mesa, la silla, el agua y yo. Me
hago fuerte, no obstante, y no me voy hasta que no se marcha hasta el camarero.
En ocasiones le envío
un WhatsApp a algún antiguo amigo, familiar o conocido. Casi siempre tardan
tanto en contestarme, que doy por perdida la pregunta y su posible respuesta.
El otro día me apunté a
una red de citas en una APP que descargué al móvil. Puesto que podía elegir con
quién hablar, elegí mujeres de 40 a 50 años. Empezaron a salirme fotos de
personas y sus perfiles de mentira que aluciné.
Contacté con una mujer
que me pareció una mujer magnífica. Esmeralda, 52 años, en busca de una
relación. Le puse un mensaje. “Estimada señora, he visto su anuncio de Vd., en
esta red de contactos, ¿le parecería bien que charlásemos sobre algún tema de
su interés? Le agradezco de antemano su paciencia en leer este mensaje. PD.:
perdóneme si la he importunado”.
Unos segundos después
recibo su respuesta: “lo siento, no sé de donde de has escapado con semejante
lenguaje, pero si me mandas una foto, ya me pienso si hablamos o no”. Le mandé
un selfie que me hice de inmediato en el bar.
Esmeralda respondió de
inmediato: “lo siento, creo que eres demasiado para mí y por ello opino que no
debemos gastar el tiempo en conversaciones inútiles”. Traté de convencerla de
que nadie es más ni menos que nadie. Que el físico nos vino dado por la
genética, pero que las personas evolucionamos y nos hacemos a nosotros mismos y
toda esa verborrea que se suelta en situaciones como esta. No obtuve respuesta
alguna.
Volví a mi soledad, más
solo que nunca. Miré a mi alrededor y vi personas más viejas y más cutres que
yo, más feas si cabe, acompañadas de unas señoras imponentes. Sin embargo, para
mí no queda nadie.
Al borde de la
depresión y la desesperación, dirigí mis pasos hacia mi casa. Por la cabeza me
pasaron cosas horribles fuera de todo control. El móvil me envía un aviso:
“tienes un mensaje de esmeralda52”. Inmediatamente entro en la aplicación de
contactos en la red y leo atentamente: “si quieres conocerme podemos quedar en
el bar de la esperanza a las 8 de la tarde hoy mismo, pero sigo pensando que
eres mucho hombre para mí”.
Sin pensarlo, contesté:
“allí estaré sin falta señora mía”.
Me fui a la ducha, me
acicalé lo mejor que pude, recordé un perfume que hacía mucho tiempo que no
usaba, me rocié la cara. Me vestí informal para pasar más desapercibido y salí
zumbando a la cita. Por fin podría romper ese silencio que me devoraba.
Tanto me aceleré que
llegué media hora antes de lo previsto. En la terraza del bar, nadie. Entré al
bar que estaba completamente vacío y le pedí al camarero que por favor me
llevase a la terraza una tónica muy fría con un chorrito de ginebra.
Ocupé una mesa
estratégicamente ya que Esmeralda52 no me había enviado su foto actual y cualquiera
se fía de las fotos que se ven en la red…
Pasadas las 8 de la
tarde, casi quince minutos, llega una mujer con un extraño caminar. Muy bajita,
va directa a mi mesa y me dice hola soy Esmeralda. Se me iluminaron los ojos y
por fin rompí mi silencio. Buenas tardes le dije mientras le ofrecía la silla
para que se sentara.
Por la emoción, tardé
unos minutos en darme cuenta que esmeralda era enana con bastante deformidad en
brazos y piernas. Pero tenía una sonrisa estupenda y una conversación ágil,
sarcástica e inteligente.
Nos fuimos enfrascando
en las palabras y dejamos aparte nuestros cuerpos. Todo iba de maravilla.
Estábamos por la tercera consumición, casi las 11 de la noche cuando de pronto
esmeralda me pregunta si tenía intenciones de casarme, por supuesto con ella.
Se me hizo un nudo en
la garganta. No supe responder a esa trágica pregunta. Entonces me dijo que no
estaba para perder el tiempo pelando la hebra con nadie, si quería casarme que
se lo hiciese saber, ya sabía ella que yo era demasiado para ella. Se levantó
(por decir algo) y se fue caminando a duras penas hasta un viejo coche que
había aparcado metros atrás del bar.
Enmudecí, quizás para
siempre, no sé. Ahora aquí sigo, desfrutando de nuevo de esta puta soledad que
mata.
Gran relato e inesperado final ja ja, ja.
ResponderEliminarGran relato e inesperado final ja ja ja.
ResponderEliminarGran relato e inesperado final ja ja ja
ResponderEliminarQue coñazo para hacerte algun comentarios chico, no me extraña que no te hablen🤣🤣🤣
ResponderEliminarcierto, un coñazo auténtico
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