Aficiones
Echando la vista atrás puedo hacer un rápido repaso de mis aficiones y del tiempo que las mismas han ocupado mi vida.
Si soy sincero tampoco ha habido tanta propensión a demasiadas cosas, lo que puede suponer que mi vida haya sido algo sosa, poco trepidante.
Por otro lado, mis afinidades tampoco han sido tan espectaculares como para convertirme en una persona nada especial a través de ellas.
La niñez que me tocó vivir, traía consigo necesariamente un conjunto de pasatiempos o distracciones del que no podías escaparte. Al igual que hoy los niños están invadidos por la electrónica y la informática, en mis tiempos, la habilidad, la improvisación y la capacidad de adaptación, nos proponían situaciones lúdicas diversas, tales como: La rayuela, Las canicas, La cometa, Matraca, Trompo o peonza, Yo-yo, el tacón o las pelis, etc., y especialmente la socialización con amigos, familiares y compañeros.
Allá en la adolescencia todo cambió repentinamente, y más en mi caso, que tuve que pisar suelo de internado durante varios años.
A los 12 años, tras una pequeña borrachera que me llevo directo a la enfermería de la Universidad Laboral y que me mantuvo tres días ingresado, al recibir el alta, me fui directo a la ducha. De pronto me encontré delante del espejo y no era capaz de reconocerme. Me había crecido un bigote y una barbilla mazo tupida, y lo peor, mi nariz que antes era chata como la de mi madre, en esos tres días se tornó aguileña como la de mi padre. Mi voz dejó de ser angelical. Sí, es cierto, todo ello junto me traumatizó durante meses incluso un par de años. No había hombro en el que llorar así que lo más práctico fue asumir tanto cambio repentino.
Con el cambio llegaron nuevas aficiones: la lectura, el teatro, el mimo, el voleibol, la esgrima, la fotografía, la radio y, especialmente las chicas. Me gustaban todas, cada una a la que echaba el ojo, tenía algo a lo que asirme para pelear por conseguirla.
Varias de estas aficiones me han acompañado toda la vida. Algunas de ellas, las incorporé a mi vida profesional, dándole un gran valor añadido, a la vez que me han servido de válvula de escape.
Hace unos años, mientras esperaba en el coche a una amiga que había entrado en una heladería céntrica, me quedé absorto mirando el suceder las gentes. Mientras observaba fortuitamente a través de mis oscuras gafas de sol el transcurrir de la gente en aquélla concurrida calle, pensaba en lo que podría mover a cada una de las personas. Sus intereses, sus frustraciones, sus anhelos, sus esperanzas…
Todas las personas, parecían tener un destino próximo, un lugar al que llegar, como si la vida nos llevase a algún sitio. Pensé entonces en aquéllas interminables pistas de tierra, en aquéllos caminos de África que recorrí. Caminos que llevaban a ninguna parte, pero que a su vez eran transitados por personas, todas caminando descalzas, con el diminuto equipaje en la cabeza. Todas parecían ansiosas por llegar a su destino. Sin embargo, a mí me parecía una estampa dantesca. Caminos recorridos hacia la nada. Caminos de incertidumbre, de pesar, de desolación.
Mientras mi amiga llegaba con los helados, volví a tener esa sensación de desasosiego que tuve en África con el transcurrir de las personas. Sensación de vacío existencial, siendo consciente de que ningún camino nos lleva a ningún destino. Que el camino se recorre sin más porque la opción de permanecer inerme no es condición del ser humano. Llegaron los helados, el mío de limón.
De vuelta a casa me di cuenta que tenía necesidad de profundizar en aquel pensamiento, y, con frecuencia aparcaba mi viejo coche en calles muy concurridas persiguiendo hasta donde la vista me alcanzaba a personas desconocidas. Al pasar, notabas que cada persona tenía una tarea, un fin, un destino. Sin embargo, desde mi posición sabía que todo era efímero, sin valor, sin objetivos, sin futuro. Eso sin futuro, porque el futuro era aquel instante en el que todo sucedía y después de ese instante, ya todo era pasado, novela en el recuerdo, nada.
Tantas horas observando, que un día experimenté una sensación estremecedora. Noté que alguien me observaba a mi mientras yo hacía lo propio con las personas. Enseguida me metí en la mente de lo que podría estar pensando aquel potencial observador. Fue brutal. Supe, que las personas que paseaban hacia ninguna parte, sin futuro sin nada nuevo bajo el sol, estaban haciendo el ejercicio vital de supervivencia, de vivir el instante, lo único que tenemos. Moviéndose en sus propias cárceles, cada cual, en virtud de sus posibilidades, con celdas más grandes y con mayor recorrido. Otros en celdas menores con un recorrido no mayor a cuatro calles. ¿pero yo? ¿Qué hacía yo?
Inmóvil, sentado en mi choche, observando como los demás consumían parte de sus vidas, entretenidos, como si todo fuera una certeza y no un juego del destino. Sentado viviendo las vidas inventadas de cada peatón, sintiendo por los demás. Observando como “dios” observa a las criaturas. Sin vida propia, sin destino, sin camino a recorrer. Sin duda una nueva afición peligrosa. Mucho más peligrosa que todas las que viví anteriormente.
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