AYER ÉRAMOS PEQUEÑOS
Ayer éramos pequeños, pequeños de verdad de esos de 10 y 12 años de edad. Sin embargo, cuán distintos éramos a los pequeños de hoy. Ello no es ni mejor ni peor, pero la distancia que nos separa, es la misma distancia que separa nuestros tiempos, o nuestras épocas, Es difícil echar la vista tan atrás y poder percibir quienes fuimos con claridad, sin que nuestro cerebro tienda a novelar aquello que, ocurriendo, no fue tan exacto como a veces afirmamos.
Como muchas otras, mi familia era una familia numerosa, no de las más numerosas, pero había además del perro, los gatos, la tortuga y las palomas; cuatro hijos y naturalmente el padre y la madre.
Lógicamente clase trabajadora con pocos recursos. Yo era el pequeño. A mí me parecía que aquella familia, mi familia, era feliz. Es cierto que poco sabía yo sobre ese concepto, pero tenía la sensación de que todo estaba en su sitio. Todo era como yo imaginaba que debía ser. El rigor y el silencio a las 13.30 horas durante la comida hasta que mi padre se levantaba de la mesa, entonces ya se podía hablar. Las meriendas de pan con chocolate o pan con aceite y azúcar, delicioso y algún amigo o amiga de mis hermanas mayores que venían con frecuencia a casa, aportaban un sabor especial a aquéllas tardes aciagas. A las nueve, la cena. A las 9.30 mi madre hacía que todos estuviéramos en la cama ya que mi padre llegaba a las 10 de la noche, puntualmente.
Algunos días, preferentemente los sábados y los domingos, veíamos la TV todos juntos. Sí, solo había dos canales y la TV era en blanco y negro. No había mando a distancia, por lo que el volumen lo fijaba mi padre que tenía un oído de la ostia. No se podía hablar si querías enterarte de algo y mi padre, no nos dejaba tocar el volumen. Eso en su presencia. Recuerdo que esas jornadas que deberían ser súper divertidas, se convertían en algo difícil de soportar.
Lo mejor, cuando salíamos a la calle a jugar con los amigos. Las madres de vez en cuando se asomaban a las ventanas para cerciorarse de que todo estaba bien. Cuando nos llamaban para la cena, había que subir rápidamente, si no querías un castigo del 10.
Con una moneda de 10 céntimos de peseta, nos compramos en el kiosco de la calle, un cigarro de ideales y una cerilla. No sabíamos muy bien cómo iba a resultar la experiencia. Nos escondimos detrás de un árbol y encendimos. La primera calada la dio mi hermano, era el mayor (10 años). Después yo. solo tenía 9 años.
Entre toses y los vómitos, decidimos deshacernos del cigarrillo. Me tocaba a mí. De pronto una conocida voz (mi padre), dijo. ¿Qué hacéis ahí? Pensamos que el castigo sería tremendo. Fue peor, nos obligó a terminar el pitillo hasta el final. Nunca volvimos a fumar.
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