miércoles, 9 de diciembre de 2009

El destierro.


 EL DESTIERRO

Ahora sé que todo está relacionado, que todo y todos dependemos de todo y de todos. Sé que nada es casual. Cada decisión que tomamos está directamente relacionada con otra que no tomamos o con otra distinta que ha tomado nuestro vecino, nuestro amigo o nuestro enemigo.
Sé que formo parte de este universo de colores atractivo y complejo. Sé que soy uno con todo lo que me rodea. El sol que yo tomo, es el mismo que toma mi amigo y mi enemigo. El aire que yo inhalo es el mismo que mi enemigo exhala. Por eso yo formo parte de mi enemigo. Por eso yo soy uno con mi enemigo. También yo soy mi propio enemigo.
Nunca entendí como sucedió. Nunca he tenido las claves de por qué sucedió. De mayor busqué una explicación y no fui capaz de encontrarla. Ahora no la necesito. Sucedió sin más. Era necesario que sucediese para que ahora lo pueda compartir contigo y para que los hechos en cadena generados por tal situación hayan formado parte de la historia, de mi historia personal.
Apenas habían transcurrido cuatro años de la década de los 60 y de pronto fui arrancado de aquél apacible, rutinario y memorable entorno familiar del que sin duda también yo formaba parte rutinariamente, apaciblemente aunque quizás no tan memorablemente.
Era la segunda vez que veía el mar. La primera lo vi fugazmente en un viaje relámpago en compañía de mi padre a Gijón. Más que el mar, recuerdo la pensión donde nos alojamos por una noche, en el barrio de Cimadevilla. Años después he intuido que el alojamiento en aquélla pensión, en absoluto fue casual.
Al anochecer, con el murmullo del gentío, la cercanía del puerto, el canto de las gaviotas y el cansancio acumulado, mi padre me dijo: venga, a la cama. No era hombre que tuviese que repetir las cosas dos veces. Sin rechistar y sin pijama me sumergí en las húmedas y arrugadas sábanas de aquélla destartalada y sucia habitación.
Minutos más tarde oí la voz de mi padre: no te muevas de la cama, yo enseguida vuelvo. Un miedo terrorífico se apoderó de mí y me dejó inmovilizado. Por mi cabeza pasaron fugazmente los siete males, el hombre del saco, el sacamantecas, los asesinos en serie de los cuentos de mi abuela. Un sudor frio me sumió en la mayor de las angustias. Mil preguntas taladraban mi cerebro de forma incesante. Intentaba recordar el número del teléfono de mi casa pero fue imposible. Me vi solo. Solo para siempre. Creí morir.
Aunque entonces me pareció una eternidad, ahora sé que mi padre no tardo en regresar. Me mantuve despierto y vigilante el resto de la noche.
A la mañana siguiente me llevó a desayunar a una churrería de muy mal aspecto. ¡Chocolate con churros! Aún hoy recuerdo el sabor de aquél maravilloso desayuno. Quizás lo recuerde también porque años más tarde el destino me llevó a trabajar a esa ciudad y tuve ocasión de desayunar muchas más veces en el mismo lugar in memoriam de la primera vez que vi el mar. También pude ver la vieja pensión. Quizás no fuese una pensión propiamente dicha.
Sí, tenía 12 años y de un pronto me encontré a 360 kilómetros de mi casa, de mi familia, de mi madre, de todo. Esa fue, si, esa fue la segunda vez que vi el mar. Era inmensamente más grande que aquélla vez que lo vi en Gijón. Quizás tenía que ver con el punto de vista. Estaba solo, absolutamente solo.
Aprendí algunos oficios con rapidez aunque con mucho esfuerzo. Yo era un niño de constitución asténica y algo enclenque lo que añadía mayor dificultad y hacía que mi primer trabajo fuese especialmente duro. Sin embargo lo que realmente no podía soportar era el olor nauseabundo a pescado y detritus.
Apilaba las cajas de pescado de la rula del puerto después de limpiarlas meticulosamente con una manguera. También limpiaba el suelo de la lonja con un escobón que pesaba más que yo. Hacía recados varios y de todo pelaje a quién a voces y en un idioma que apenas entendía me lo solicitaba. Saltaba a los barcos pesqueros amarrados al borde de la lonja trayendo y llevando cajas, tabaco, agua, vino, redes. Aún tengo aquel tufillo instalado en la pituitaria.
Conseguí aquél trabajo de pinche en la lonja gracias a Camilo Reyes un marinero de bajura que los meses de junio, julio y agosto se embarcaba a la costera del bonito. Vivía en su casa “de patrona”.
Lo que ganaba haciendo los trabajos de pinche, lo devolvía luego para sufragar los gastos de “supervivencia”. Manuela Luisa Fernanda Otero, su mujer, bueno su segunda mujer ya que Camilo Reyes había resultado viudo de otro matrimonio anterior, era una señora, mucho más joven que él, de una edad imposible de calcular. Amable, siempre vestida de negro, triste, misteriosa.
Los escasos que meses que viví en casa de Manuela Luisa Fernanda Otero transcurrían en silencio sepulcral. A eso de las diez de la noche Camilo Reyes, con una expresión poco amistosa y con una cara de peor gesto, farfullaba algo parecido a: enseguida vuelvo, a la vez que daba un portazo impresionante. Era el ritual de cada día, a excepción de los domingos. Los domingos a las 7 de la tarde, Camilo Reyes y Manuela Luisa Fernanda Otero salían a pasear hasta pasadas las 11 de la noche.
Situado en el barrio del Papagayo, en una calle angosta y muy concurrida en las horas nocturnas vivían Manuela Luisa Fernanda Otero y Camilo Reyes. El diminuto piso tenía una habitación, una pequeña sala de estar, la cocina y un cuarto de baño.
Tras el portazo diario de Camilo Reyes, Manuela Luisa Fernanda Otero colocaba un colchón de hojas de maíz en el suelo de la cocina junto a los rescoldos de aquélla cocina económica de hierro fundido. Colocaba aquel camastro con sus sábanas blancas y una manta muy pesada. Mikel, a dormir, decía con una voz angelical casi de madre.
Entonces no sabía si eran ensoñaciones mías o escuchaba el chirrido de la puerta de entrada una y otra vez acompañado de leves murmullos. Cada noche me hacía la promesa de comprobarlo, pero el sueño y el cansancio podían más que mi curiosidad.
Transcurridos cinco meses de trabajo en la lonja, la tarea diaria ya no tenía ningún secreto para mí. Todo el mundo me trataba como si llevase allí toda la vida. Yo me había esforzado por entender el idioma y lo hablaba con cierta soltura. Recuerdo con especial emotividad y transcendencia el día 23 de julio del 64. Recuerdo que fue uno de esos días de un intenso trabajo en la lonja. A las siete te la tarde había terminado la labor. Creo que tenía mucha fiebre. Siempre padecí de las anginas. Me fui a casa dando tumbos.
Manuela Luisa Fernanda Otero al verme se alarmo y me hizo acostar en su cama aprovechando que Camilo Reyes estaba en la costera del bonito. Manuela Luisa Fernanda Otero vino con un vaso de leche con coñac y un optalidón. Dormí durante horas. A las 12 de la noche Manuela Luisa Fernanda Otero volvió con más leche con coñac y más optalidón. Le agradecí sus desvelos y recuerdo que le dije: ahora ya soy un hombre Manuela, hoy he cumplido 13 años. Hoy es mi cumpleaños.
Lo que Marisina no sabía casi dos veranos después, cuando me espetó aquel beso de tornillo en el cine, es que Manuela Luisa Fernanda Otero me había enseñado aquella noche de cumpleaños lo que debería haber aprendido en cualquier prostíbulo de poca monta. Fue sencillo, casi imperceptible. Metió sus manos frías entre las sabanas y me acarició. Puso su dedo índice de la mano derecha en sus labios para que yo no hablase. Ella hizo el resto. Cerré los ojos. Sé que se desnudó. Noté el peso de su cuerpo encima del mío. Daba pequeños gemidos, creí que se dolía de algo. Noté enseguida el fluir de las fuentes y de los manantiales. Ella Continuó gimoteando un rato más. No sé.
Los siguientes 15 días me preguntaba una y otra vez lo que había pasado, cómo había pasado y si realmente había pasado algo. ¿Sería la fiebre? No podía mirar a la cara a Manuela Luisa Fernanda Otero.
Camilo Reyes volvió de la costera. Yo me fui de la casa para siempre. Un amigo de otro amigo me había presentado a un cura de la JOC que me había encontrado una plaza gratuita en un internado.
Me hice de la JOC en agradecimiento a Demetrio Moreno que tanto hizo por mí.

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