Hay un arte antiguo y casi místico que pocos dominan: el de dialogar con el tonto. No con el ingenuo ni con el simple, sino con aquel que ha coronado su estupidez con galones de autoridad. Ese que llegó al poder no por mérito, sino por el voto distraído de una multitud cansada. El tonto con corbata, micrófono y sueldo público. Ese que jamás leyó un libro, pero cita frases que ni entiende, con la seguridad del que confunde el ruido con el pensamiento.
Hablar con un tonto así es como gritar al vacío esperando un eco que no llega. No escucha: espera su turno para responder con una consigna prefabricada. El tonto funcional —ese espécimen del siglo XXI— ya no tropieza con su ignorancia, la exhibe como bandera. Y el público, entre risas y hastío, lo aplaude, confundiendo la vulgaridad con la sinceridad.
¿Se puede dialogar con un tonto? No. El diálogo exige que dos almas se encuentren a mitad de camino, pero el tonto no camina: se arrastra en círculos, girando sobre su propio ego. Su método es simple: repite hasta que cansas, miente hasta que dudas, grita hasta que te rindes. Y cuando finalmente callas, él cree que ha ganado, porque confunde tu silencio con derrota.
El tonto gana por goleada porque no tiene nada que perder. Tú llevas el peso de la razón, él sólo su ligereza moral. Tú piensas en consecuencias, él en aplausos. Tú hablas con argumentos, él con frases huecas que suenan bien en televisión. Es un combate desigual: tú con espada, él con megáfono.
Cambiar el juego exige una crueldad lúcida: no discutir, sino exponer. No convencer, sino desenmascarar. Dejar que el tonto hable hasta que su propio eco lo asfixie. No interrumpirlo: darle cuerda, porque los necios siempre se cuelgan solos del hilo de su verbo torpe. El tonto se delata cuando se siente seguro.
Pero el problema no es el tonto: es el sistema que lo aplaude. Es la multitud que confunde carisma con inteligencia, populismo con verdad, ruido con acción. El tonto no se esconde, se multiplica. Está en los platós, en los escaños, en las pantallas donde la mentira se disfraza de opinión. Vive de la confusión generalizada, de la pereza mental colectiva.
¿Y los que mandan de verdad? Esos no gritan, ni se exhiben. Son tontos de otro calibre: los tontos sabios. Los que manipulan sin ensuciarse, los que gobiernan sin aparecer, los que mueven hilos desde la sombra mientras el bufón entretiene a la plebe. Su inteligencia es fría, instrumental, pero no menos vacía. El poder sin sabiduría también es una forma de estupidez.
Así vivimos: rodeados de falsedades tan bien maquilladas que la verdad parece un rumor antiguo. En un mundo donde los idiotas opinan con fervor y los sabios dudan en voz baja. Donde la mentira viaja en jet privado y la verdad camina descalza. Donde el diálogo se ha vuelto un campo minado y el pensamiento, un lujo. Pero aún hay quien, tercamente, sigue intentando hablar con el tonto... no para convencerlo, sino para no volverse uno más de ellos.
También podrás escucharlo en: https://youtu.be/VO26MODjDME
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