lunes, 1 de diciembre de 2025

 LA VIDA, UN EJERCICIO DE RECUERDO

 En el mundo inteligible, donde la luz no conoce ocaso y la verdad no admite sombra, reposan las ideas perfectas. Allí, donde nada nace ni perece, la esencia vibra en su plenitud eterna, inviolada por el cambio. Es el reino silencioso de lo absoluto, matriz de toda forma y medida, morada primera del ser.

Desde ese ámbito inmutable desciende el alma, portadora de un recuerdo antiguo. Trae consigo la huella de lo perfecto, aunque al unirse al cuerpo —accidente necesario, tránsito breve— queda velada por la opacidad del mundo sensible. Y así, el hombre se descubre dividido: eterno en lo que es, perecedero en lo que habita.

El cuerpo, tejido de materia frágil, fluctúa entre el surgir y el desvanecerse. Es generable y corruptible, hijo de un cosmos que muda minuto a minuto. Su belleza, aunque cautivadora, es un reflejo inestable que jamás coincide con la forma pura que intenta imitar. El cuerpo cambia, se desgasta, se inclina al error.

Pero el alma recuerda. En su hondura aún resuena la armonía del mundo perfecto, y en su sed late un llamado que no pertenece a la tierra. Vivir, entonces, es recomponer esa melodía perdida, buscar la claridad entre brumas, volver a reconocerse en aquello que nunca se alteró.

Por ello, el sentido de la vida no reside en el vaivén de lo sensible, sino en el cultivo de la virtud. La Sabiduría orienta la visión hacia lo eterno; la Fortaleza sostiene el paso ante el dolor y la duda; la Templanza modera los impulsos del cuerpo, que tiende a dispersarse; y la Justicia armoniza todas las partes del alma, recordándole su origen divino.

Quien abraza estas virtudes empieza a despegar la mirada de las sombras y a dirigirla hacia las formas puras. Deja de confundir lo transitorio con lo verdadero y aprende a ver en cada experiencia un puente que puede conducirlo a sí mismo. La virtud, más que un deber, se convierte en un retorno.

Y aunque el cuerpo se incline hacia la tierra, el alma asciende cuando vive conforme a su naturaleza. Es entonces cuando el hombre, pese a estar suspendido entre dos mundos, encuentra un camino hacia la unidad: actúa en lo sensible, pero piensa, ama y elige desde lo eterno.

Porque la esencia es inmortal. Y solo quien se alinea con ella, quien vive guiado por lo que no cambia, logra que su paso por el mundo imperfecto tenga sentido. Así, la vida se vuelve un ejercicio de recuerdo: una lenta, luminosa recuperación de la idea perfecta que somos.

También podrás escucharlo en:  https://youtu.be/N5lxGdEk7ew

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